Fé & Religión
Felices Pascuas Domingo de Resurrección

Hechos 10, 34a. 37-43
Pedro tomó la palabra y dijo:
«Vosotros conocéis lo que sucedió en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él.
Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en la tierra de los judíos y en Jerusalén. A este lo mataron, colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de manifestarse, no a todo el pueblo, sino a los testigos designados por Dios: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de su resurrección de entre los muertos.
Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos. De él dan testimonio todos los profetas: que todos los que creen en él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados».
Salmo 117, 1-2. 16-17. 22-23 Este es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo.
Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
Diga la casa de Israel:
eterna es su misericordia.
«La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es excelsa».
No he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor.
La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho,
ha sido un milagro patente.
Colosenses 3, 1-4
Hermanos:
Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra.
Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos, juntamente con él.
Juan 20, 1-9
El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo:
«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.
El Domingo de Pascua celebramos la resurrección de Jesucristo de entre los muertos que iremos rememorando los domingos de todo el año. El triunfo del Señor resucitado sobre el pecado y la muerte es el acontecimiento que fundamenta de nuestra fe cristiana. Nos configura como creyentes y transforma de raíz nuestra vida.
Jesucristo nos hace partícipes de su victoria. Los cristianos estamos llamados a ser testigos del gozo Pascual. La resurrección del Señor no la podemos dejar de anunciar al mundo entero. A todos afecta y nadie está excluido de recibir el don de la vida eterna que Cristo nos ha posibilitado con su muerte y resurrección.
La fuerza que infunde en nosotros el Espíritu del Señor resucitado por el bautismo nos posibilita empezar a nacer a una vida nueva, cuya plenitud alcanzaremos cuando participemos plenamente de su Pascua. Mientras tanto, la experiencia del Señor resucitado nos impulsa a una vida renovada en Cristo para ser sus testigos ante los demás.
Vivir como resucitados es el desafío que asumimos como cristianos. Lo que motiva nuestra entrega diaria y nos convierte en luz para cuantos nos rodean. La fe en la resurrección de Jesús será el proceso ineludible para convertirse en creyente (cristiano). La lectura de la Palabra de Dios del Domingo de Pascua marca el itinerario de todos.
La historia de Jesús se resuelve en la resurrección.
La 1ª Lectura de este día corresponde al discurso de Pedro ante la familia de Cornelio (Hch 10,34.37-42), una familia pagana (“temerosos de Dios”, simpatizantes del judaísmo, pero no “prosélitos”, porque no llegaban a aceptar la circuncisión) que, con su conversión, viene a ser el primer eslabón de una apertura decisiva en el proyecto universal de salvación de todos los hombres. Este relato es conocido en el libro de los Hechos como el “Pentecostés pagano”, a diferencia de lo que se relata en Hch 2, que está centrado en los judíos de todo el mundo de entonces.
Pedro ha debido pasar por una experiencia traumática en Joppe para comer algo impuro que se le muestra en una visión (Hch 10,1-33) tal como lo ha entendido Lucas. Veamos que la iniciativa en todo este relato es “divina”, del Espíritu, que es el que conduce verdaderamente a la comunidad de Jesús resucitado.
El apóstol Pedro vive todavía de su judaísmo, de su mundo, de su ortodoxia, y debe ir a una casa de paganos con objeto de anunciar la salvación de Dios. En realidad es el Espíritu el que lo lleva, el que se adelanta a Pedro y a sus decisiones; se trata del Espíritu del Resucitado que va más allá de toda ortodoxia religiosa. Con este relato, pues, se quiere poner de manifiesto la necesidad que tienen los discípulos judeo-cristianos palestinos de romper con tradiciones que les ataban al judaísmo, de tal manera que no podían asumir la libertad nueva de su fe, como sucedió con los *helenistas+. Lo que se había anunciado en Pentecostés (Hch 2) se debía poner en práctica.
Con este discurso se pretende exponer ante esta familia pagana, simpatizante de la religiosidad judía, la novedad del camino que los cristianos han emprendido después de la resurrección.
El texto de la lectura es, primeramente, una recapitulación de la vida de Jesús y de la primitiva comunidad con Él, a través de lo que se expone en el Evangelio y en los Hechos. La predicación en Galilea y en Jerusalén, la muerte y la resurrección, así como las experiencias pascuales en las que los discípulos *conviven+ con él, en referencia explícita a las eucaristías de la primitiva comunidad. Porque es en la experiencia de la Eucaristía donde los discípulos han podido experimentar la fuerza de la Resurrección del Crucificado.
Es un discurso de tipo kerygmático, que tiene su eje en el anuncio pascual: muerte y resurrección del Señor.
Nuestra vida está en la vida de Cristo.
Colosenses 3,1-4, es un texto bautismal sin duda. Quiere decir que ha nacido en o para la liturgia bautismal, que tenía su momento cenital en la noche pascual, cuando los primeros catecúmenos recibían su bautismo en nombre de Cristo, aunque todavía no estuviera muy desarrollada esta liturgia.
El texto saca las consecuencias que para los cristianos tiene el creer y aceptar el misterio pascual: pasar de la muerte a la vida; del mundo de abajo al mundo de arriba. Por el bautismo, pues, nos incorporamos a la vida de Cristo y estamos en la estela de su futuro.
Pero no es futuro solamente. El bautismo nos ha introducido ya en la resurrección. Se usa un verbo compuesto de gran expresividad en las teología paulina “syn-ergeirô”= “resucitar con”. Es decir, la resurrección de Jesús está operante ya en los cristianos y como tal deben de vivir, lo que se confirma con los versos siguientes de 3,5ss. Es muy importante subrayar que los acontecimientos escatológicos de nuestra fe, el principal la resurrección como vida nueva, debe adelantarse en nuestra vida histórica. Debemos vivir como resucitados en medio de las miserias de este mundo.
El autor de Colosenses, consideramos que un discípulo muy cercano a Pablo, aunque no es determinante este asunto, ha escogido un texto bautismal que en cierta manera expresa la mística del bautismo cristiano que encontramos en Rom 6,4-8. En nuestro texto de Colosenses se pone más explícitamente de manifiesto que en Romanos, que por el bautismo se adelanta la fuerza de la resurrección a la vida cristiana y no es algo solamente para el final de los tiempos.
Esto es muy importante resaltarlo en la lectura que hagamos, ya que creer en la resurrección no supone una actitud estética que contemplamos pasivamente. Si bien es verdad que ello no nos excusa de amar y transformar la historia, debemos saber que nuestro futuro no está en consumirnos en la debilidad de lo histórico y de lo que nos ata a este mundo. Nuestra esperanza apunta más alto, hacia la vida de Dios, que es el único que puede hacernos eternos.
El amor vence a la muerte: la experiencia del discípulo verdadero.
El texto de Juan 20,1-9, que todos los años se proclama en este día de la Pascua, nos propone acompañar a María Magdalena al sepulcro, que es todo un símbolo de la muerte y de su silencio humano; nos insinúa el asombro y la perplejidad de que el Señor no está en el sepulcro; no puede estar allí quien ha entregado la vida para siempre. En el sepulcro no hay vida, y Él se había presentado como la resurrección y la vida (Jn 11,25). María Magdalena descubre la resurrección, pero no la puede interpretar todavía. En Juan esto es caprichoso, por el simbolismo de ofrecer una primacía al *discípulo amado+ y a Pedro. Pero no olvidemos que ella recibirá en el mismo texto de Jn 20,11ss una misión extraordinaria, aunque pasando por un proceso de no “ver” ya a Jesús resucitado como el Jesús que había conocido, sino “reconociéndolo” de otra manera más íntima y personal. Pero esta mujer, desde luego, es testigo de la resurrección.
La figura simbólica y fascinante del *discípulo amado+, es verdaderamente clave en la teología del cuarto evangelio. Éste corre con Pedro, corre incluso más que éste, tras recibir la noticia de la resurrección. Es, ante todo, “discípulo”, y por eso es conveniente no identificarlo, sin más, con un personaje histórico concreto, como suele hacerse; él espera hasta que el desconcierto de Pedro pasa y, desde la intimidad que ha conseguido con el Señor por medio de la fe, nos hace comprender que la resurrección es como el infinito; que las vendas que ceñían a Jesús ya no lo pueden atar a este mundo, a esta historia. Que su presencia entre nosotros debe ser de otra manera absolutamente distinta y renovada.
La fe en la resurrección, es verdad, nos propone una calidad de vida, que nada tiene que ver con la búsqueda que se hace entre nosotros con propuestas de tipo social y económico. Se trata de una calidad teológicamente íntima que nos lleva más allá de toda miseria y de toda muerte absurda. La muerte no debería ser absurda, pero si lo es para alguien, entonces se nos propone, desde la fe más profunda, que Dios nos ha destinado a vivir con El. Rechazar esta dinámica de resurrección sería como negarse a vivir para siempre. No solamente sería rechazar el misterio del Dios que nos dio la vida, sino del Dios que ha de mejorar su creación en una vida nueva para cada uno de nosotros.
Por eso, creer en la resurrección, es creer en el Dios de la vida. Y no solamente eso, es creer también en nosotros mismos y en la verdadera posibilidad que tenemos de ser algo en Dios. Porque aquí, no hemos sido todavía nada, mejor, casi nada, para lo que nos espera más allá de este mundo. No es posible engañarse: aquí nadie puede realizarse plenamente en ninguna dimensión de la nuestra propia existencia. Más allá está la vida verdadera; la resurrección de Jesús es la primicia de que en la muerte se nace ya para siempre. No es una fantasía de nostalgias irrealizadas. El deseo ardiente del corazón de vivir y vivir siempre tiene en la resurrección de Jesús la respuesta adecuada por parte de Dios. La muerte ha sido vencida, está consumada, ha sido transformada en vida por medio del Dios que Jesús defendió hasta la muerte.

Lc 24,1-12
«¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí. Ha resucitado».
Contemplamos la Gloria del Señor resplandeciente en su victoria sobre el sufrimiento y sobre la muerte. Promete una vida nueva a todos aquellos que buscan y creen en la Verdad de Jesús. Nadie se sentirá defraudado como no se sintieron aquellas mujeres que «fueron a la tumba con perfumes y ungüentos» (Lc 24,1).
Los perfumes y ungüentos que debemos llevar durante nuestra existencia son una vida dando testimonio de la Palabra de Dios, cuando Jesús hecho hombre, dijo: «Yo soy la resurrección. El que cree en mí vivirá, y no morirá jamás» (Jn 11,25-26).
Dentro de nuestra confusión y dolor parece que nos volvamos miopes y no podamos ver más allá de nuestro entorno inmediato. Y el «¿por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?» (Lc 24,5) es una llamada a seguir a Jesús y a buscar la presencia del Señor “aquí y ahora”, en medio del pueblo del Señor y de su sufrimiento y dolor. En uno de sus discursos de Miércoles de Ceniza, el Santo Padre Benedicto XVI dice que «la salvación, de hecho, es don, es gracia de Dios, pero para tener efecto en mi existencia requiere mi asentimiento, una acogida demostrada con obras, o sea, con la voluntad de vivir como Jesús, de caminar tras Él».
Por nuestra parte, «al regresar del sepulcro…» (Lc 24,9) de nuestras miserias, dudas y confusiones, podemos también brindar a nuestros semejantes en este valle de lágrimas, esperanza y seguridad. La oscuridad del sepulcro «dará paso algún día a la brillante promesa de la inmortalidad» (Prefacio de las Misas de Difuntos). Ojalá la Gloria del Señor Jesús nos mantenga en pie cara al cielo y ojalá podamos siempre ser considerados como un “Pueblo Pascual”. Ojalá podamos pasar de ser un “pueblo de Viernes Santo” a uno de Pascua.
«Lo que hay que considerar en estos hechos es la intensidad del amor que ardía en el corazón de aquella mujer que no se apartaba del sepulcro. Ella fue la única en verlo, porque se había quedado buscándolo, pues lo que da fuerza a las buenas obras es la perseverancia en ellas» (San Gregorio Magno)
«Jesús no ha vuelto a una vida humana normal de este mundo, como Lázaro y los otros muertos que Jesús resucitó. Él ha entrado en una vida distinta, nueva; en la inmensidad de Dios» (Benedicto XVI)
«El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento. Ya san Pablo, hacia el año 56, puede escribir a los Corintios: ‘Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce’. El Apóstol habla aquí de la tradición viva de la Resurrección que recibió después de su conversión a las puertas de Damasco» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 639)
EL SEÑOR LES DA LA PAZ
Fuente: Jorge Armando Girón Sosa


Fé & Religión
EL HIJO PRODIGO

Números 21, 4b-9:
El pueblo estaba extenuado del camino, y habló contra Dios y contra Moisés:
«¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto? No tenemos ni pan ni agua, y nos da náusea ese pan sin cuerpo».
El Señor envió contra el pueblo serpientes venenosas, que los mordían, y murieron muchos israelitas. Entonces el pueblo acudió a Moisés, diciendo:
«Hemos pecado hablando contra el Señor y contra ti; reza al Señor para que aparte de nosotros las serpientes».
Moisés rezó al Señor por el pueblo, y el Señor le respondió:
«Haz una serpiente venenosa y colócala en un estandarte: los mordidos de serpientes quedarán sanos al mirarla».
Moisés hizo una serpiente de bronce y la colocó en un estandarte. Cuando una serpiente mordía a uno, él miraba a la serpiente de bronce y quedaba curado.

Salmo 77
No olvidéis las acciones del Señor.
Escucha, pueblo mío, mi enseñanza, inclina el oído a las palabras de mi boca: que voy a abrir mi boca a las sentencias,
para que broten los enigmas del pasado.
Cuando los hacía morir, lo buscaban, y madrugaban para volverse hacia Dios; se acordaban de que Dios era su roca, el Dios Altísimo su redentor.
Lo adulaban con sus bocas,
pero sus lenguas mentían:
su corazón no era sincero con él, ni eran fieles a su alianza.
Él, en cambio, sentía lástima,
perdonaba la culpa y no los destruía: una y otra vez reprimió su cólera, y no despertaba todo su furor.
Filipenses 2, 6-11
Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos.
Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: ¡Jesucristo es Señor!, para gloria de Dios Padre.

Juan 3, 13-17
Dijo Jesús a Nicodemo:
«Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre.
Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna.
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna.
Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él».
De paso por el desierto.
Este texto del libro de los Números nos resulta hoy una verdadera leyenda religiosa, casi pagana, propia de un pueblo del desierto que tiene que defenderse contra los adversarios más naturales de ese hábitat. No podía ser de otra manera y no merecería la pena entrar en una interpretación historicista del relato (como sería el pensar que esta tradición habría nacido en contacto con las minas de cobre en la Arabá, en Timna, cuando el pueblo pasa por allí). Sabemos que a la religión se le ha dotado de tradiciones y leyendas que a veces pueden resultar demasiado culturalistas. Eso es lo que sucede en este caso. Los hombres siempre han recurrido a artes extrañas e incluso las han plasmado en ritos religiosos con los que quiere expresar que solamente es posible que Dios nos defienda.

La solidaridad divina se ha humanizado.
Son muchos los que piensan que Filipenses 2: 6-11 es en su esencia un antiguo himno cristiano. Pablo lo tomó, lo adaptó y lo retocó, con objeto de que sirviera para poner ante la comunidad de Filipos el “modelo” de la deidad velada en el misterio de su anonadamiento. Los creyentes alababan al Hijo de Dios: porque “se despojó a sí mismo” (v. 7) y escogió dejar de lado sus propios derechos y privilegios para convertirse en hombre. Y no cualquier hombre, sino un siervo humilde, esclavo, con lo que ello significaba en aquél ambiente. Y murió, pero no con una muerte humana, sino inhumana: la “mors turpissima” que se despreciaba en aquella sociedad, como se repudiaba a los esclavos y a los que hambreaban tener la dignidad que su conciencia y su corazón les dictaban.
No es determinante que insistamos o pongamos de manifiesto si las dos estrofas del himno tienen el mismo equilibrio; tampoco el trasfondo que las sustenta, aunque resulte erudito. Es una pieza, sin embargo, que quiere cantar antes que nada la kénosis (el vaciamiento, el despojamiento) de lo divino en lo humano. No se trata tampoco de que ésto lo entendamos ontológicamente, porque no es la ontología del ser divino y el humano que aquí prevalece. Es verdad que antes de que Jesús, el Señor y el Hijo de Dios, fuera uno de nosotros, preexiste en una «prehistoria” divina a la que renuncia para llegar a la kénosis. Esa, y no otra, es la razón de la alabanza de este himno que se cantaba en alguna comunidad paulina. Esa prehistoria es importante, porque no se está hablando simplemente de la aparición de un hombre extraordinario, como otros hombres maravillosos han aparecido en la historia. ¡No! “Apparuit Deus in humanitatem suam” (“Dios apareció en su humanidad”).

Entonces ¿qué significa kénosis? Entre las muchas cosas que me pueden decir elegimos ésta: la solidaridad con los que no son nada en este mundo. Esa es la razón por la que se compuso este himno. Y no se trata de una simple solidaridad social, sino de radicalidad antropológica. Si se hizo esa opción antropológica es porque a Dios le interesa el hombre, la humanidad y, de la humanidad, aquellos que han sido reducidos a lo inhumano. La muerte en la cruz es la máxima expresión de lo inhumano y hasta ahí llegó. Y ello no es una simple representación estética. Por medio está toda una vida y unas opciones proféticas en medio de un pueblo quo adora a Dios, pero que le llevan a una condena. No eligió concretamente la muerte en la cruz en el misterio de su kénosis; eso quedaba a decisiones de los que podían resolver y decidían sobre la vida y la muerte de las personas. Y esos precisamente, emperadores y reyes, querían recorrer un camino opuesto al del Hijo: dejar de ser hombres para ser adorados como dioses. Algunos lo consiguieron con mucha sangre y crueldad, pero su divinidad se ha esfumado. Que Pablo haya añadido ‘y una muerte de cruz” -como muchos creen-, es para dejar bien asentada esa solidaridad radical.
Por eso se le dio un nombre nuevo. El nombre es una misión, Su nombre es Jesús, el que tuvo siendo hombre en esta historia, pero desde la cruz ese nombre viene a ser fuente de salvación: Dios es mi salvador, significa. El crucificado, pues, ya no es un maldito, sino el bendito porque ha sabido llegar a “entregarse” por todos. Y al nombre de Jesús… La cruz no es adorada, no puede serlo, La cruz es un patíbulo y sigue siendo un patíbulo para muchos. En la cruz hay que poner un nombre, una persona, una historia real, un Hijo, que es lo que le da sentido. Allí, en la cruz, se resuelve toda una historia de amor de Dios por la humanidad. Y esa historia la realiza Jesús, el crucificado, que por su solidaridad con la humanidad es glorificado.
El amor crucificado es glorificado.
El diálogo con Nicodemo es una de las estampas más significativas del evangelio de Juan. Nicodemo, desde “su noche”, viene -según el evangelista- a encontrarse con Jesús ¿por qué? Habría que pensar en el trasfondo de la comunidad joánica, así como en el acercamiento de algunos judíos a los cristianos, para poder entender esta escena. Hubo enfrentamientos muy fuertes entre judíos y cristianos, y esto se refleja en este evangelio. Pero también hubo judíos que con toda su carga religiosa y su tradición querían buscar la verdad, la luz, el agua viva, el nuevo maná. Los israelitas en el desierto protestaban contra el maná y vinieron serpientes. Estos conceptos teológicos son muy propios del evangelio de Juan.

En concreto, los vv. 13-17 corresponden a una reflexión teológica, sobre palabras de Jesús, que tienen una carga soteriológica de envergadura. Aquí se ha querido ir más allá de lo que el mismo Jesús pudo decir en su vida histórica. Porque no podemos olvidar que este evangelio se construye con una ideología soteriológica que se pone de manifiesto desde la misma presencia de Jesús en la “encarnación”. Jesús es el “revelador” de la salvación y quien se encuentra con él y cree en él, se encuentra con la vida. El texto, además, intenta superar la escena religioso-culturalista de la primera lectura (Núm 21,8). Ahora los hombres no tienen que mirar a una serpiente en su “abrasador” (saraf: cf Is 30,6), sino al trono de la cruz, donde ha sido elevado el Hijo del hombre. Ahora la salvación no queda en mirar a un animal venenoso, por mucho simbolismo que tuviera en la antigüedad y en la Biblia.
En la cruz está el “hijo del Hombre”. El “abrasador” es una cruz que los hombres han levantado para quien revelaba a Dios de una forma nueva e inaudita. Y esto lo explica la teología joánica como “amor” de Padre al mundo. Es, probablemente, la afirmación soteriológica más decisiva de estas palabras del evangelio. El Hijo de Dios ha venido entregado por el Padre “para salvar” al mundo. El mundo en San Juan son los hombres que no aceptan el proyecto salvífico de Dios. Bien, pues ese Dios no odia al mundo, sino que lo ama y así lo muestra en el misterio de la entrega del Hijo. Podríamos atrevemos a decir que el texto evangélico de hoy es una “versión” joánica del himno de la carta a los Filipenses, ni más, ni menos. Con un trasfondo distinto, pero que viene a misma verdad.
Se ha dicho que este es también un texto de profundo calado escatológico, muy propio de la teología joánica. ¡Es verdad! El juicio de nuestra salvación futura no es una decisión jurídica y enrevesada de última hora ante un ficticio tribunal divino. Esa es una imagen apocalíptica poco feliz. Es en el presente donde se está decidiendo nuestro porvenir salvífico. Ello es posible al aceptar por la fe al que ha sido “elevado a lo alto”, en la cruz, donde se inicia su gloria. En la teología del cuarto evangelio la elevación en la cruz es la glorificación; por eso se permite proclamar: “y yo cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí, Decía esto para significar de qué muerte iba a morir.” (Jn 12,32-33). Toda una garantía que teológicamente es irrenunciable: el Dios de nuestra salvación es un Dios que ama al mundo que lo rechaza. No un dios perverso o rencoroso. Es un Dios que quiere ser aceptado, que quiere ser amado, desde el amor que Él mismo ha mostrado en su Hijo entregado hasta la muerte en la cruz. Esa es su gloria esa es nuestra garantía.

Juan 3, 13-17
«Para que todo el que crea en Él tenga vida eterna»
El Evangelio es una profecía, es decir, una mirada en el espejo de la realidad que nos introduce en su verdad más allá de lo que nos dicen nuestros sentidos: la Cruz, la Santa Cruz de Jesucristo, es el Trono del Salvador. Por esto, Jesús afirma que «tiene que ser levantado el Hijo del hombre» (Jn 3,14).
Bien sabemos que la cruz era el suplicio más atroz y vergonzoso de su tiempo. Exaltar la Santa Cruz no dejaría de ser un cinismo si no fuera porque allí cuelga el Crucificado. La cruz, sin el Redentor, es puro cinismo; con el Hijo del Hombre es el nuevo árbol de la Sabiduría. Jesucristo, «ofreciéndose libremente a la pasión» de la Cruz ha abierto el sentido y el destino de nuestro vivir: subir con Él a la Santa Cruz para abrir los brazos y el corazón al Don de Dios, en un intercambio admirable. También aquí nos conviene escuchar la voz del Padre desde el cielo: «Éste es mi Hijo, en quien me he complacido» (Mc 1,11). Encontrarnos crucificados con Jesús y resucitar con Él: ¡he aquí el porqué de todo! ¡Hay esperanza, hay sentido, hay eternidad, hay vida! No estamos locos los cristianos cuando en la Vigilia Pascual, de manera solemne, es decir, en el Pregón pascual, cantamos alabanza del pecado original: «¡Oh!, feliz culpa, que nos has merecido tan gran Redentor», que con su dolor ha impreso “sentido” al dolor.
«Mirad el árbol de la cruz, donde colgó el Salvador del mundo: venid y adorémosle» (Liturgia del Viernes Santo). Si conseguimos superar el escándalo y la locura de Cristo crucificado, no hay más que adorarlo y agradecerle su Don. Y buscar decididamente la Santa Cruz en nuestra vida, para llenarnos de la certeza de que, «por Él, con Él y en Él», nuestra donación será transformada, en manos del Padre, por el Espíritu Santo, en vida eterna: «Derramada por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados».
«Allí donde un cristiano gaste su vida honradamente, debe poner con su amor la Cruz de Cristo, que atrae a Sí todas las cosas» (San Josemaría)
«No existe un cristianismo sin la Cruz y no existe una Cruz sin Jesucristo. Por esto, un cristiano que no sabe gloriarse en Cristo crucificado no ha entendido lo que significa ser cristiano» (Francisco)
«La oración de la Iglesia venera y honra al Corazón de Jesús, como invoca su Santísimo Nombre. Adora al Verbo encarnado y a su Corazón que, por amor a los hombres, se dejó traspasar por nuestros pecados. La oración cristiana practica el Vía Crucis siguiendo al Salvador. Las estaciones desde el Pretorio, al Gólgota y al Sepulcro jalonan el recorrido de Jesús que con su santa Cruz nos redimió» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2.669)
EL SEÑOR LES DA LA PAZ
Fuente: Presbítero Jorge Armando Girón Sosa

Fé & Religión
SEÑOR, DATE PRISA EN AYUDARME

Jeremías 38, 4-6.8-10:
Los dignatarios dijeron al rey:
«Hay que condenar a muerte a ese Jeremías, pues, con semejantes discursos, está desmoralizando a los soldados que quedan en la ciudad y al resto de la gente. Ese hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia».
Respondió el rey Sedecías:
«Ahí lo tenéis, en vuestras manos. Nada puedo hacer yo contra vosotros».
Ellos se apoderaron de Jeremías y lo metieron en el aljibe de Malquías, príncipe real, en el patio de la guardia, descolgándolo con sogas. Jeremías se hundió en el lodo del fondo, pues el aljibe no tenía agua.
Ebedmélec abandonó el palacio, fue al rey y le dijo:
«Mi rey y señor, esos hombres han tratado injustamente al profeta Jeremías al arrojarlo al aljibe, donde sin duda morirá de hambre, pues no queda pan en la ciudad».
Entonces el rey ordenó a Ebedmélec el cusita:
«Toma tres hombres a tu mando y sacad al profeta Jeremías del aljibe antes de que muera».
Salmo 39
Señor, date prisa en socorrerme.
Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito.
Me levantó de la fosa fatal,
de la charca fangosa;
afianzó mis pies sobre roca,
y aseguró mis pasos.
Me puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios.
Muchos, al verlo, quedaron sobrecogidos y confiaron en el Señor.
Yo soy pobre y desgraciado,
pero el Señor se cuida de mí;
tú eres mi auxilio y mi liberación: Dios mío, no tardes.
Hebreos 12, 1-4
Hermanos:
Teniendo una nube tan ingente de testigos, corramos, con constancia, en la carrera que nos toca, renunciando a todo lo que nos estorba y al pecado que nos asedia, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús, quien, en lugar del gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios.
Recordad al que soportó tal oposición de los pecadores, y no os canséis ni perdáis el ánimo. Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado.

Lucas 12, 49-53
Dijo Jesús a sus discípulos:
«He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia sufro hasta que se cumpla!
¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división.
Desde ahora estarán divididos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra».
La fe como un combate de vida.
Las lecturas de hoy llevan, como santo y seña, el signo de contradicción, lo que a veces es el evangelio y el proyecto de Dios frente al proyecto del mundo.
La palabra profética no se pudre.
Esta primera lectura nos relata el famoso pasaje biográfico (aunque escrito por sus discípulos) de la experiencia amarga del profeta Jeremías en una cisterna, de esas cisternas que recogen el agua en Jerusalén para poder subsistir. Un día el profeta había hablado precisamente contra el pueblo, especialmente contra sus dirigentes, que prefieren a otros dioses, otros proyectos, y comparaba esta actitud con el cambio entre beber de la fuente de agua viva o beber de las cisternas, donde el agua no corre. Incluso el rey Sedecías es impotente contra ellos. La situación de Jerusalén era catastrófica, y un grupo poderoso cerraba los ojos a la realidad que el profeta veía venir, no porque aceptase la derrota de Babilonia que estaba llegando, pero tampoco era partidario de echarse en manos de otro poderoso como Egipto.
Dios, Yahvé, es la fuente viva, y los otros dioses, las cisternas agrietadas y de aguas estancadas (Jer 2,13). Ahora, quiere decirnos el texto, recibe el profeta su merecido por hablar contra la clase dominante, por proclamar la palabra de Dios y no acomodarse a los mandatos humanos. Pero los profetas aman lo propio, su religión, pero de otra manera. Los otros, los opositores, los situados, quieren encerrar la palabra de vida en una cisterna para ver si se pudre. Pero la palabra profética nunca muere. Alguien se compadece de Jeremías, y el rey, quizá por respeto, lo permite liberar.

Jesús, un creyente de verdad.
La segunda lectura viene a completar aspectos de la liturgia del domingo anterior y del famoso c. 11 de la carta sobre el tema de la fe; la fe como combate en el largo caminar del pueblo cristiano que peregrina hacia el futuro. Pero el autor de la carta sabe presentar bien las cosas y habla de Jesús como de nuestro modelo, superando a todos los antepasados, y por eso se le llama « iniciador y consumador de nuestra fe». Esto se debe interpretar en el sentido con el que Jesús, en las tentaciones, en Getsemaní, tuvo que mantener ese combate de la fe que le llevará a la victoria. No lo tenía todo conquistado, tuvo que luchar, era humano, muy humano, aunque fuera Dios. Este aspecto es, cristológicamente hablando, muy sugerente y siempre se habla de Jesús como si no hubiera tenido fe, confianza, emunah en Dios. Eso sería negar la humanidad de Jesús, la fuerza de la realidad de la encarnación.
Eso significa, pues, que la fe es imprescindible para vivir, para dar sentido a la vida. La fe, por tanto, no es aceptar fórmulas, sino que es un combate entre la vida y la muerte, entre la vida ética y la vida sin sentido. Es de esa manera como se presenta a Jesús, en ese combate que le lleva hasta dar la vida. El autor trata de ser práctico o parenético: Jesús no hubiera dado su vida por nosotros, para vencer el pecado del mundo, si no hubiera sido un gran creyente. No era un “dios que se pasea por la tierra”, sino el creyente verdadero “capaz de Dios” (capax Dei) en su vida hasta la consumación de todo. El antagonismo contra el pecado (usa el verbo antagônidsomai) se ha convertido en la fuerza trasformadora de su vida y esa debe ser la actitud cristiana para el autor de Hebreos.

El fuego del amor que trasforma el mundo.
Y en este ámbito de radicalidades que la lecturas de este domingo ponen de manifiesto, aparece el texto del evangelio de Lucas (12,49-53) con todas sus contradicciones semíticas, con su lenguaje de símbolos, de contrastes orientales: paz-guerra, amor-odio. Jesús profetiza prendiendo fuego al mundo; trayendo una guerra, un combate, mejor, al que invita a participar. Estas palabras de Jesús nos hablan de la radicalidad de su mensaje evangélico. Este es radical porque busca la raíz de las cosas. En todo caso no debemos evitar la pregunta en lo que respecta al qué hacer para llevar a la práctica el seguimiento de Jesús y, en consecuencia, la radicalidad por la que hay que optar. Sabemos que estas palabras se trasmiten en el ámbito de un grupo apocalíptico, radicales itinerantes cristianos de primera hora, al menos en una primera fase, que muestra lo en serio que se tomaron el evangelio de Jesús.
Consideramos que el espíritu de la radicalidad de estas palabras de Jesús permanece y debe mantener su vigor en medio del realismo que sin duda nos apremia. La radicalidad obedece a una mentalidad, a unas circunstancias, que no pueden ser las mismas para el s. XXI. Jesús era un hombre de su tiempo que usaba también el lenguaje de su tiempo. Él hablaba sirviéndose de metáforas, imágenes y comparaciones entendidas en aquella época. Porque ¿a dónde nos llevaría una interpretación literal del evangelio de hoy, o un dicho como “si alguno viene a mi y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, no puede ser discípulo mío” (Lc 14,26), cuando él mandó amar a todos, incluso a los enemigos? No se puede pedir amar a los enemigos y “odiar” a los padres o hermanos, ¡sería absurdo! Pero el espíritu de lo que Jesús quería expresar permanece: frente a este mundo, el evangelio es un signo de contradicción. Hay que amar, no odiar; pero el amor, frente a este mundo injusto y de desamor, es una guerra. Lo será siempre. En realidad es una guerra en la que no caben medias distintas y en la que los lazos familiares pueden saltar por los aires.

No es posible olvidar que estamos hablando desde la analogía, del contraste y el simbolismo. Los profetas itinerantes, casi como unos filósofos cínicos para algunos, se expresaban así: ¿los míos o Jesús? ¿yo o el evangelio? Son palabras proféticas que siempre mantendrán su vigencia, sin que las rebajemos a lo inútil. Algunos han hablado del “terrorismo” o el “fundamentalismo” de la ética cristiana. Es posible que los conceptos de actualidad puedan resultar explicativos… pero no es ni terrorismo ni fundamentalismo, sino que cuando el evangelio se vive con radicalidad nuestra vida no puede ser como siempre, como se ha aprendido de los “nuestros”, porque los “nuestros” pueden estar lejos del proyecto profético de Jesús. Lo que se ha mamado en nuestro ámbito no siempre es lo mejor. Los “nuestros” son más nuestros cuando vivimos la radicalidad del amor y eso trae fuego a la tierra. A los nuestros los amamos, pero sin renunciar a lo que Dios desea. Eso lo vivió Jesús como experiencia liberadora que quiso trasmitir a los suyos, para cambiar una religión “nuestra” que no tenía vida. Y si “los nuestros” no nos aceptan en esta guerra de amor, desde el evangelio y con el evangelio, seguirán siendo los nuestros, pero no haremos lo que ellos quieren. Los nuestros, a veces, piden odio o venganza: ahí está la guerra, el fuego del evangelio. Esa fue la experiencia del profeta de Galilea.
Lucas 12, 49-53
«¿Creéis que he venido a traer paz a la tierra?»
-De labios de Jesús- escuchamos afirmaciones estremecedoras: «He venido a encender fuego en el mundo» (Lc 12,49); «¿creéis que he venido a traer paz a la tierra? Pues os digo que no, sino división» (Lc 12,51). Y es que la verdad divide frente a la mentira; la caridad ante el egoísmo, la justicia frente a la injusticia…
En el mundo -y en nuestro interior- hay mezcla de bien y de mal; y hemos de tomar partido, optar, siendo conscientes de que la fidelidad es “incómoda”. Parece más fácil contemporizar, pero a la vez es menos evangélico.

Nos tienta hacer un “evangelio” y un “Jesús” a nuestra medida, según nuestros gustos y pasiones. Hemos de convencernos de que la vida cristiana no puede ser una pura rutina, un “ir tirando”, sin un constante afán de mejorar y de perfección. Benedicto XVI ha afirmado que «Jesucristo no es una simple convicción privada o una doctrina abstracta, es una persona real cuya entrada en la historia es capaz de renovar la vida de todos».
El modelo supremo es Jesús (hemos de “tener la mirada puesta en Él”, especialmente en las dificultades y persecuciones). Él aceptó voluntariamente el suplicio de la Cruz para reparar nuestra libertad y recuperar nuestra felicidad: «La libertad de Dios y la libertad del hombre se han encontrado definitivamente en su carne crucificada» (Benedicto XVI). Si tenemos presente a Jesús, no nos dejaremos abatir. Su sacrificio representa lo contrario de la tibieza espiritual en la que frecuentemente nos instalamos nosotros.
La fidelidad exige valentía y lucha ascética. El pecado y el mal constantemente nos tientan: por eso se impone la lucha, el esfuerzo valiente, la participación en la Pasión de Cristo. El odio al pecado no es cosa pacífica. El reino del cielo exige esfuerzo, lucha y violencia con nosotros mismos, y quienes hacen este esfuerzo son quienes lo conquistan (cf. Mt 11,12).

«Sintamos la ilusión de llevar el fuego divino de un extremo a otro del mundo, de darlo a conocer a quines nos rodean: para que también ellos conozcan la paz de Cristo y, con ella, encuentren la felicidad» (San Josemaría)
«El fuego del cual habla Jesús es el fuego del Espíritu Santo, presencia viva y operante en nosotros desde el día de nuestro Bautismo. Jesús desea que el Espíritu Santo estalle como el fuego en nuestro corazón» (Francisco)
«En su Pascua, Cristo abrió a todos los hombres las fuentes del Bautismo. En efecto, había hablado ya de su pasión que iba a sufrir en Jerusalén como de un ‘Bautismo’ con que debía ser bautizado. La sangre y el agua que brotaron del costado traspasado de Jesús crucificado son “figuras” del Bautismo y de la Eucaristía» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1.225)
EL SEÑOR LES DA LA PAZ
Fuente: Jorge Armando Girón Sosa
PRESBITERO

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