Fé & Religión
El PUEBLO DE DIOS CELEBRA LA PASCUA, DESPUES DE ENTRAR A LA TIERRA PROMETIDA.

Josué 5, 9a. 10-12
Dijo el Señor a Josué:
«Hoy os he quitado de encima el oprobio de Egipto».
Los hijos de Israel acamparon en Guilgal y celebraron allí la Pascua al atardecer del día catorce del mes, en la estepa de Jericó.
Al día siguiente a la Pascua, comieron ya de los productos de la tierra: ese día, panes ácimos y espigas tostadas.
Y desde ese día en que comenzaron a comer de los productos de la tierra, cesó el maná. Los hijos de Israel ya no tuvieron maná, sino que ya aquel año comieron de la cosecha de la tierra de Canaán.
Salmo 33, 2-3. 4-5. 6-7
Gustad y ved qué bueno es el Señor.
Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren.
Proclamad conmigo la grandeza del Señor,
ensalcemos juntos su nombre.
Yo consulté al Señor, y me respondió, me libró de todas mis ansias.
Contempladlo, y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. El afligido invocó al Señor, él lo escuchó y lo salvó de sus angustias.
Dios, por medio de Cristo, nos reconcilió consigo.
2 Corintios 5, 17-21
Hermanos:
Si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo.
Todo procede de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación.
Porque Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirles cuenta de sus pecados, y ha puesto en nosotros el mensaje de la reconciliación.
Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios.
Al que no conocía el pecado, lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él.
«Este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida».
Lucas 15, 1-3. 11-32
Solían acercarse a Jesús todos los publicanos y pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo:
«Ese acoge a los pecadores y come con ellos».
Jesús les dijo esta parábola:
«Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre:
“Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.
Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada.
Recapacitando entonces, se dijo:
“Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros».
Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos.
Su hijo le dijo:
“Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”.
Pero el padre dijo a sus criados:
“Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”.
Y empezaron a celebrar el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello.
Este le contestó:
“Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”.
Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Entonces él respondió a su padre:
“Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”.
El padre le dijo:
“Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”».
Seguimos en el tiempo de Cuaresma, aunque ya alcanzando la meta anhelada, con nuestros ojos fijos en una sola esperanza: la Pascua, la resurrección de Jesús, nuestra propia resurrección. La liturgia de hoy nos habla de la misericordia de Dios, que transforma la vida del hombre: las lecturas se orientan a transmitirnos con fuerza los beneficios que se siguen de una vida asentada en la paz con Dios, que a su vez genera paz en nuestras relaciones humanas. La historia de la salvación tiene procesos de restauración, reconciliación y renovación. No olvidemos que el origen y la meta de esta historia es Dios mismo: un diálogo de amor continuo que, una vez iniciado, nunca termina.
La parábola del hijo pródigo puede releerse como la «paradoja de los hermanos». La vida cristiana no es una oposición entre los hijos mayor y menor, del Padre misericordioso, sino un único camino de fe con dos facetas. La ascética del hermano mayor (esfuerzo, fidelidad, servicio) y la mística del hermano menor (gracia, conversión, misericordia) son los dos aspectos de una misma vía de vida. Los dos hermanos caminan juntos de la mano.
Aprender a ser hijo de Dios y hermano de los hombres.
Pascua en la tierra prometida.
La primera lectura pretende recordar un hecho bien determinado de la historia primitiva del pueblo de Israel cuando se celebró la Pascua, fiesta de la liberación, en Guilgal. Es la primera Pascua en la tierra prometida, para señalar que desde ahora se terminan los dones extraordinarios del desierto, como el maná, porque el pueblo no puede vivir exclusivamente de cosas extraordinarias, sino que tiene que vivir su fe en Dios, en Yahvé, desde la experiencia de cada día, de la lucha de cada día, del trabajo de cada día. La confianza en Dios no puede alimentarse de cosas que estén fuera de lo normal, sino que debemos acostumbrarnos a ver la mano de Dios en todos los momentos de nuestra vida.
Si la primera Pascua, la del Éxodo (Ex 12), es la de la liberación, esta Pascua en Guilgal es un memorial de acción de gracias porque ha terminado el tiempo del desierto, de la esclavitud. Es muy probable que el autor deuteronomista, redactor de los libros históricos, quiera hacer presente que la tierra es también un don de la Pascua de la liberación. Es una fiesta de unidad, de alegría: Dios ha cumplido su promesa. Un día escuchó el lamento del pueblo y hoy el pueblo debe hacerle una fiesta porque es un Dios consecuente. Es probable que la historicidad de este relato deje muchos cabos sueltos, pero no importa.
La salvación como reconciliación.
La lectura pone como tema dominante la reconciliación a lo que Pablo dedica toda su vida apostólica, toda su pasión por Cristo. Eso es lo que él ha querido trasmitir a su comunidad frente a algunos adversarios que lo ponen en duda. El evangelio de Cristo, para Pablo, se centra precisamente en la reconciliación de todos los hombres con Dios; por ello da Cristo su vida y eso es lo que los cristianos celebramos en las Pascua, a la que nos prepara este tiempo de Cuaresma. La Pascua de Cristo abre, pues, una nueva era: la era de la reconciliación.
La teología de la reconciliación ha dado mucho que hablar y se presta a muchas lecturas según el mundo religioso de la época y de la sociedad de esclavos y libres de entonces. Pablo, sin duda, ha teologizado estas fórmulas y le ha dado su sentido. El tema lo remata maravillosamente Pablo con una fórmula tradicional sobre la muerte redentora de Cristo (v.21). De alguna manera, Pablo piensa que está en sus manos el misterio de la reconciliación de Dios con los hombres. El sabe que esto viene de Dios (v.19) y sabe que ello ha sido posible mediante la muerte de Jesús (v. 21). Pero la reconciliación por la muerte no es una necesidad que tenga Dios de la misma muerte, sino porque así lo han querido los hombres en el rechazo de Cristo. La pregunta es ¿cómo reconciliarse con Dios? Aceptando el mensaje de la salvación que Pablo está encargado de proclamar en el mundo. Este mensaje es el evangelio, y el evangelio está centrado en la muerte y resurrección de Jesús.
El Dios, Padre, pródigo de sus hijos.
En este domingo nos encontramos en el corazón de la Cuaresma, y de alguna manera, en el corazón del evangelio de Lucas, que es la lectura determinante del Ciclo C del año litúrgico. En el corazón, porque Lc 15, siempre se ha considerado el centro de esta obra, más por lo que dice y enseña en su catequesis, que porque corresponda exactamente a ese momento de la narración sobre Jesús. La otras lecturas de hoy simplemente acompañan a la grandeza y radicalidad de lo que hoy se nos comunica en el evangelio. Por eso, el misterio de la reconciliación, diríamos que se expresa maravillosamente en el evangelio de este día: Lc 15,11-32. Esta es una de las piezas maestra de la literatura narrativa del Nuevo Testamento, y una maravillosa historia de amor de padre frente a egoísmos y rencores de hijos. Jesús, ante las acusaciones de los que le reprochan que le da oportunidades a los publicanos y pecadores, cosa que no entra en los cálculos de las tradiciones más exigentes del judaísmo, contesta con esta parábola para dejar bien claro que eso es lo que quiere Dios y eso es lo que hace Dios por medio de él.
Se podrían escribir páginas enteras de la narración, de su intriga asombrosa, de los “tempi” narrativos, de su desenlace. Se podría recurrir a hermenéuticas sofisticadas de las formas en las que esto se ha logrado. Del lenguaje y el arte de la misma intriga divina. De hecho hay libros maravillosos que pueden servir no solamente para preparar el texto a nivel literario, exegético, teológico y espiritual (cf v.g. F. CONTRERAS MOLINA, Un padre tenía dos hijos, Estella, Verbo Divino, 1999). Hay textos clásicos de escritores y predicadores que dan en la tecla verdadera de la armonía y la polifonía del texto bíblico. La hermenéutica podría decirnos que no es un texto sagrado, sino de simple humanidad. Pero no es verdad que en boca de Jesús no sea precisamente sagrado: es describir lo divino por lo humano.
Es toda una justificación y una defensa incuestionable de Dios, de Dios como Padre. Por eso no es, propiamente hablando, la parábola del hijo pródigo, del hijo que vuelve, del hijo que se arrepiente, aunque esto es muy importante en la narración y en su profundidad simbólica. Es la parábola del Padre, de Dios, que nunca abandona a sus hijos, que nunca los olvida. De ahí que algunos autores, con razón, han señalado que deberíamos comenzar a entender la parábola fijándonos en el hijo mayor; el que no quiere entrar a la fiesta que da el padre por haber encontrado a su hijo. Él, que siempre se ha quedado con el padre en la casa, tiene unos derechos legales que nadie le niega, pero le falta la capacidad del padre para tener la alegría de ver que su hermano ha vuelto. No tiene mentalidad de hijo, de hermano; es alguien que está centrado en sí mismo, sólo en él, en su mundo, en su salvación.
El hijo mayor, en el fondo, no quiere que su padre sea padre, sino juez inmisericorde. Porque esto es lo importante de la parábola, por encima de cualquier otra cosa: que se ha organizado una fiesta por un hermano perdido, y no está dispuesto a participar en ella. Jesús está hablando de Dios y es la forma de contestarle a los escribas y fariseos que se escandalizan de dar oportunidades a los perdidos: el Dios que él trae es el de la parábola; el que viendo de lejos que su hijo vuelve, sale a su encuentro para hacerle menos penosa y más humana su conversión, su vuelta, su cambio de mentalidad y de rumbo. Esta es su significación última y definitiva. ¿Estaríamos nosotros dispuestos a entrar a esa fiesta de la alegría? ¿Queremos para los otros el mismo Dios que queremos para nosotros?
EL SEÑOR LES DA LA PAZ


Fé & Religión
EL HIJO PRODIGO

Números 21, 4b-9:
El pueblo estaba extenuado del camino, y habló contra Dios y contra Moisés:
«¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto? No tenemos ni pan ni agua, y nos da náusea ese pan sin cuerpo».
El Señor envió contra el pueblo serpientes venenosas, que los mordían, y murieron muchos israelitas. Entonces el pueblo acudió a Moisés, diciendo:
«Hemos pecado hablando contra el Señor y contra ti; reza al Señor para que aparte de nosotros las serpientes».
Moisés rezó al Señor por el pueblo, y el Señor le respondió:
«Haz una serpiente venenosa y colócala en un estandarte: los mordidos de serpientes quedarán sanos al mirarla».
Moisés hizo una serpiente de bronce y la colocó en un estandarte. Cuando una serpiente mordía a uno, él miraba a la serpiente de bronce y quedaba curado.

Salmo 77
No olvidéis las acciones del Señor.
Escucha, pueblo mío, mi enseñanza, inclina el oído a las palabras de mi boca: que voy a abrir mi boca a las sentencias,
para que broten los enigmas del pasado.
Cuando los hacía morir, lo buscaban, y madrugaban para volverse hacia Dios; se acordaban de que Dios era su roca, el Dios Altísimo su redentor.
Lo adulaban con sus bocas,
pero sus lenguas mentían:
su corazón no era sincero con él, ni eran fieles a su alianza.
Él, en cambio, sentía lástima,
perdonaba la culpa y no los destruía: una y otra vez reprimió su cólera, y no despertaba todo su furor.
Filipenses 2, 6-11
Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos.
Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: ¡Jesucristo es Señor!, para gloria de Dios Padre.

Juan 3, 13-17
Dijo Jesús a Nicodemo:
«Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre.
Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna.
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna.
Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él».
De paso por el desierto.
Este texto del libro de los Números nos resulta hoy una verdadera leyenda religiosa, casi pagana, propia de un pueblo del desierto que tiene que defenderse contra los adversarios más naturales de ese hábitat. No podía ser de otra manera y no merecería la pena entrar en una interpretación historicista del relato (como sería el pensar que esta tradición habría nacido en contacto con las minas de cobre en la Arabá, en Timna, cuando el pueblo pasa por allí). Sabemos que a la religión se le ha dotado de tradiciones y leyendas que a veces pueden resultar demasiado culturalistas. Eso es lo que sucede en este caso. Los hombres siempre han recurrido a artes extrañas e incluso las han plasmado en ritos religiosos con los que quiere expresar que solamente es posible que Dios nos defienda.

La solidaridad divina se ha humanizado.
Son muchos los que piensan que Filipenses 2: 6-11 es en su esencia un antiguo himno cristiano. Pablo lo tomó, lo adaptó y lo retocó, con objeto de que sirviera para poner ante la comunidad de Filipos el “modelo” de la deidad velada en el misterio de su anonadamiento. Los creyentes alababan al Hijo de Dios: porque “se despojó a sí mismo” (v. 7) y escogió dejar de lado sus propios derechos y privilegios para convertirse en hombre. Y no cualquier hombre, sino un siervo humilde, esclavo, con lo que ello significaba en aquél ambiente. Y murió, pero no con una muerte humana, sino inhumana: la “mors turpissima” que se despreciaba en aquella sociedad, como se repudiaba a los esclavos y a los que hambreaban tener la dignidad que su conciencia y su corazón les dictaban.
No es determinante que insistamos o pongamos de manifiesto si las dos estrofas del himno tienen el mismo equilibrio; tampoco el trasfondo que las sustenta, aunque resulte erudito. Es una pieza, sin embargo, que quiere cantar antes que nada la kénosis (el vaciamiento, el despojamiento) de lo divino en lo humano. No se trata tampoco de que ésto lo entendamos ontológicamente, porque no es la ontología del ser divino y el humano que aquí prevalece. Es verdad que antes de que Jesús, el Señor y el Hijo de Dios, fuera uno de nosotros, preexiste en una «prehistoria” divina a la que renuncia para llegar a la kénosis. Esa, y no otra, es la razón de la alabanza de este himno que se cantaba en alguna comunidad paulina. Esa prehistoria es importante, porque no se está hablando simplemente de la aparición de un hombre extraordinario, como otros hombres maravillosos han aparecido en la historia. ¡No! “Apparuit Deus in humanitatem suam” (“Dios apareció en su humanidad”).

Entonces ¿qué significa kénosis? Entre las muchas cosas que me pueden decir elegimos ésta: la solidaridad con los que no son nada en este mundo. Esa es la razón por la que se compuso este himno. Y no se trata de una simple solidaridad social, sino de radicalidad antropológica. Si se hizo esa opción antropológica es porque a Dios le interesa el hombre, la humanidad y, de la humanidad, aquellos que han sido reducidos a lo inhumano. La muerte en la cruz es la máxima expresión de lo inhumano y hasta ahí llegó. Y ello no es una simple representación estética. Por medio está toda una vida y unas opciones proféticas en medio de un pueblo quo adora a Dios, pero que le llevan a una condena. No eligió concretamente la muerte en la cruz en el misterio de su kénosis; eso quedaba a decisiones de los que podían resolver y decidían sobre la vida y la muerte de las personas. Y esos precisamente, emperadores y reyes, querían recorrer un camino opuesto al del Hijo: dejar de ser hombres para ser adorados como dioses. Algunos lo consiguieron con mucha sangre y crueldad, pero su divinidad se ha esfumado. Que Pablo haya añadido ‘y una muerte de cruz” -como muchos creen-, es para dejar bien asentada esa solidaridad radical.
Por eso se le dio un nombre nuevo. El nombre es una misión, Su nombre es Jesús, el que tuvo siendo hombre en esta historia, pero desde la cruz ese nombre viene a ser fuente de salvación: Dios es mi salvador, significa. El crucificado, pues, ya no es un maldito, sino el bendito porque ha sabido llegar a “entregarse” por todos. Y al nombre de Jesús… La cruz no es adorada, no puede serlo, La cruz es un patíbulo y sigue siendo un patíbulo para muchos. En la cruz hay que poner un nombre, una persona, una historia real, un Hijo, que es lo que le da sentido. Allí, en la cruz, se resuelve toda una historia de amor de Dios por la humanidad. Y esa historia la realiza Jesús, el crucificado, que por su solidaridad con la humanidad es glorificado.
El amor crucificado es glorificado.
El diálogo con Nicodemo es una de las estampas más significativas del evangelio de Juan. Nicodemo, desde “su noche”, viene -según el evangelista- a encontrarse con Jesús ¿por qué? Habría que pensar en el trasfondo de la comunidad joánica, así como en el acercamiento de algunos judíos a los cristianos, para poder entender esta escena. Hubo enfrentamientos muy fuertes entre judíos y cristianos, y esto se refleja en este evangelio. Pero también hubo judíos que con toda su carga religiosa y su tradición querían buscar la verdad, la luz, el agua viva, el nuevo maná. Los israelitas en el desierto protestaban contra el maná y vinieron serpientes. Estos conceptos teológicos son muy propios del evangelio de Juan.

En concreto, los vv. 13-17 corresponden a una reflexión teológica, sobre palabras de Jesús, que tienen una carga soteriológica de envergadura. Aquí se ha querido ir más allá de lo que el mismo Jesús pudo decir en su vida histórica. Porque no podemos olvidar que este evangelio se construye con una ideología soteriológica que se pone de manifiesto desde la misma presencia de Jesús en la “encarnación”. Jesús es el “revelador” de la salvación y quien se encuentra con él y cree en él, se encuentra con la vida. El texto, además, intenta superar la escena religioso-culturalista de la primera lectura (Núm 21,8). Ahora los hombres no tienen que mirar a una serpiente en su “abrasador” (saraf: cf Is 30,6), sino al trono de la cruz, donde ha sido elevado el Hijo del hombre. Ahora la salvación no queda en mirar a un animal venenoso, por mucho simbolismo que tuviera en la antigüedad y en la Biblia.
En la cruz está el “hijo del Hombre”. El “abrasador” es una cruz que los hombres han levantado para quien revelaba a Dios de una forma nueva e inaudita. Y esto lo explica la teología joánica como “amor” de Padre al mundo. Es, probablemente, la afirmación soteriológica más decisiva de estas palabras del evangelio. El Hijo de Dios ha venido entregado por el Padre “para salvar” al mundo. El mundo en San Juan son los hombres que no aceptan el proyecto salvífico de Dios. Bien, pues ese Dios no odia al mundo, sino que lo ama y así lo muestra en el misterio de la entrega del Hijo. Podríamos atrevemos a decir que el texto evangélico de hoy es una “versión” joánica del himno de la carta a los Filipenses, ni más, ni menos. Con un trasfondo distinto, pero que viene a misma verdad.
Se ha dicho que este es también un texto de profundo calado escatológico, muy propio de la teología joánica. ¡Es verdad! El juicio de nuestra salvación futura no es una decisión jurídica y enrevesada de última hora ante un ficticio tribunal divino. Esa es una imagen apocalíptica poco feliz. Es en el presente donde se está decidiendo nuestro porvenir salvífico. Ello es posible al aceptar por la fe al que ha sido “elevado a lo alto”, en la cruz, donde se inicia su gloria. En la teología del cuarto evangelio la elevación en la cruz es la glorificación; por eso se permite proclamar: “y yo cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí, Decía esto para significar de qué muerte iba a morir.” (Jn 12,32-33). Toda una garantía que teológicamente es irrenunciable: el Dios de nuestra salvación es un Dios que ama al mundo que lo rechaza. No un dios perverso o rencoroso. Es un Dios que quiere ser aceptado, que quiere ser amado, desde el amor que Él mismo ha mostrado en su Hijo entregado hasta la muerte en la cruz. Esa es su gloria esa es nuestra garantía.

Juan 3, 13-17
«Para que todo el que crea en Él tenga vida eterna»
El Evangelio es una profecía, es decir, una mirada en el espejo de la realidad que nos introduce en su verdad más allá de lo que nos dicen nuestros sentidos: la Cruz, la Santa Cruz de Jesucristo, es el Trono del Salvador. Por esto, Jesús afirma que «tiene que ser levantado el Hijo del hombre» (Jn 3,14).
Bien sabemos que la cruz era el suplicio más atroz y vergonzoso de su tiempo. Exaltar la Santa Cruz no dejaría de ser un cinismo si no fuera porque allí cuelga el Crucificado. La cruz, sin el Redentor, es puro cinismo; con el Hijo del Hombre es el nuevo árbol de la Sabiduría. Jesucristo, «ofreciéndose libremente a la pasión» de la Cruz ha abierto el sentido y el destino de nuestro vivir: subir con Él a la Santa Cruz para abrir los brazos y el corazón al Don de Dios, en un intercambio admirable. También aquí nos conviene escuchar la voz del Padre desde el cielo: «Éste es mi Hijo, en quien me he complacido» (Mc 1,11). Encontrarnos crucificados con Jesús y resucitar con Él: ¡he aquí el porqué de todo! ¡Hay esperanza, hay sentido, hay eternidad, hay vida! No estamos locos los cristianos cuando en la Vigilia Pascual, de manera solemne, es decir, en el Pregón pascual, cantamos alabanza del pecado original: «¡Oh!, feliz culpa, que nos has merecido tan gran Redentor», que con su dolor ha impreso “sentido” al dolor.
«Mirad el árbol de la cruz, donde colgó el Salvador del mundo: venid y adorémosle» (Liturgia del Viernes Santo). Si conseguimos superar el escándalo y la locura de Cristo crucificado, no hay más que adorarlo y agradecerle su Don. Y buscar decididamente la Santa Cruz en nuestra vida, para llenarnos de la certeza de que, «por Él, con Él y en Él», nuestra donación será transformada, en manos del Padre, por el Espíritu Santo, en vida eterna: «Derramada por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados».
«Allí donde un cristiano gaste su vida honradamente, debe poner con su amor la Cruz de Cristo, que atrae a Sí todas las cosas» (San Josemaría)
«No existe un cristianismo sin la Cruz y no existe una Cruz sin Jesucristo. Por esto, un cristiano que no sabe gloriarse en Cristo crucificado no ha entendido lo que significa ser cristiano» (Francisco)
«La oración de la Iglesia venera y honra al Corazón de Jesús, como invoca su Santísimo Nombre. Adora al Verbo encarnado y a su Corazón que, por amor a los hombres, se dejó traspasar por nuestros pecados. La oración cristiana practica el Vía Crucis siguiendo al Salvador. Las estaciones desde el Pretorio, al Gólgota y al Sepulcro jalonan el recorrido de Jesús que con su santa Cruz nos redimió» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2.669)
EL SEÑOR LES DA LA PAZ
Fuente: Presbítero Jorge Armando Girón Sosa

Fé & Religión
SEÑOR, DATE PRISA EN AYUDARME

Jeremías 38, 4-6.8-10:
Los dignatarios dijeron al rey:
«Hay que condenar a muerte a ese Jeremías, pues, con semejantes discursos, está desmoralizando a los soldados que quedan en la ciudad y al resto de la gente. Ese hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia».
Respondió el rey Sedecías:
«Ahí lo tenéis, en vuestras manos. Nada puedo hacer yo contra vosotros».
Ellos se apoderaron de Jeremías y lo metieron en el aljibe de Malquías, príncipe real, en el patio de la guardia, descolgándolo con sogas. Jeremías se hundió en el lodo del fondo, pues el aljibe no tenía agua.
Ebedmélec abandonó el palacio, fue al rey y le dijo:
«Mi rey y señor, esos hombres han tratado injustamente al profeta Jeremías al arrojarlo al aljibe, donde sin duda morirá de hambre, pues no queda pan en la ciudad».
Entonces el rey ordenó a Ebedmélec el cusita:
«Toma tres hombres a tu mando y sacad al profeta Jeremías del aljibe antes de que muera».
Salmo 39
Señor, date prisa en socorrerme.
Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito.
Me levantó de la fosa fatal,
de la charca fangosa;
afianzó mis pies sobre roca,
y aseguró mis pasos.
Me puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios.
Muchos, al verlo, quedaron sobrecogidos y confiaron en el Señor.
Yo soy pobre y desgraciado,
pero el Señor se cuida de mí;
tú eres mi auxilio y mi liberación: Dios mío, no tardes.
Hebreos 12, 1-4
Hermanos:
Teniendo una nube tan ingente de testigos, corramos, con constancia, en la carrera que nos toca, renunciando a todo lo que nos estorba y al pecado que nos asedia, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús, quien, en lugar del gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios.
Recordad al que soportó tal oposición de los pecadores, y no os canséis ni perdáis el ánimo. Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado.

Lucas 12, 49-53
Dijo Jesús a sus discípulos:
«He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia sufro hasta que se cumpla!
¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división.
Desde ahora estarán divididos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra».
La fe como un combate de vida.
Las lecturas de hoy llevan, como santo y seña, el signo de contradicción, lo que a veces es el evangelio y el proyecto de Dios frente al proyecto del mundo.
La palabra profética no se pudre.
Esta primera lectura nos relata el famoso pasaje biográfico (aunque escrito por sus discípulos) de la experiencia amarga del profeta Jeremías en una cisterna, de esas cisternas que recogen el agua en Jerusalén para poder subsistir. Un día el profeta había hablado precisamente contra el pueblo, especialmente contra sus dirigentes, que prefieren a otros dioses, otros proyectos, y comparaba esta actitud con el cambio entre beber de la fuente de agua viva o beber de las cisternas, donde el agua no corre. Incluso el rey Sedecías es impotente contra ellos. La situación de Jerusalén era catastrófica, y un grupo poderoso cerraba los ojos a la realidad que el profeta veía venir, no porque aceptase la derrota de Babilonia que estaba llegando, pero tampoco era partidario de echarse en manos de otro poderoso como Egipto.
Dios, Yahvé, es la fuente viva, y los otros dioses, las cisternas agrietadas y de aguas estancadas (Jer 2,13). Ahora, quiere decirnos el texto, recibe el profeta su merecido por hablar contra la clase dominante, por proclamar la palabra de Dios y no acomodarse a los mandatos humanos. Pero los profetas aman lo propio, su religión, pero de otra manera. Los otros, los opositores, los situados, quieren encerrar la palabra de vida en una cisterna para ver si se pudre. Pero la palabra profética nunca muere. Alguien se compadece de Jeremías, y el rey, quizá por respeto, lo permite liberar.

Jesús, un creyente de verdad.
La segunda lectura viene a completar aspectos de la liturgia del domingo anterior y del famoso c. 11 de la carta sobre el tema de la fe; la fe como combate en el largo caminar del pueblo cristiano que peregrina hacia el futuro. Pero el autor de la carta sabe presentar bien las cosas y habla de Jesús como de nuestro modelo, superando a todos los antepasados, y por eso se le llama « iniciador y consumador de nuestra fe». Esto se debe interpretar en el sentido con el que Jesús, en las tentaciones, en Getsemaní, tuvo que mantener ese combate de la fe que le llevará a la victoria. No lo tenía todo conquistado, tuvo que luchar, era humano, muy humano, aunque fuera Dios. Este aspecto es, cristológicamente hablando, muy sugerente y siempre se habla de Jesús como si no hubiera tenido fe, confianza, emunah en Dios. Eso sería negar la humanidad de Jesús, la fuerza de la realidad de la encarnación.
Eso significa, pues, que la fe es imprescindible para vivir, para dar sentido a la vida. La fe, por tanto, no es aceptar fórmulas, sino que es un combate entre la vida y la muerte, entre la vida ética y la vida sin sentido. Es de esa manera como se presenta a Jesús, en ese combate que le lleva hasta dar la vida. El autor trata de ser práctico o parenético: Jesús no hubiera dado su vida por nosotros, para vencer el pecado del mundo, si no hubiera sido un gran creyente. No era un “dios que se pasea por la tierra”, sino el creyente verdadero “capaz de Dios” (capax Dei) en su vida hasta la consumación de todo. El antagonismo contra el pecado (usa el verbo antagônidsomai) se ha convertido en la fuerza trasformadora de su vida y esa debe ser la actitud cristiana para el autor de Hebreos.

El fuego del amor que trasforma el mundo.
Y en este ámbito de radicalidades que la lecturas de este domingo ponen de manifiesto, aparece el texto del evangelio de Lucas (12,49-53) con todas sus contradicciones semíticas, con su lenguaje de símbolos, de contrastes orientales: paz-guerra, amor-odio. Jesús profetiza prendiendo fuego al mundo; trayendo una guerra, un combate, mejor, al que invita a participar. Estas palabras de Jesús nos hablan de la radicalidad de su mensaje evangélico. Este es radical porque busca la raíz de las cosas. En todo caso no debemos evitar la pregunta en lo que respecta al qué hacer para llevar a la práctica el seguimiento de Jesús y, en consecuencia, la radicalidad por la que hay que optar. Sabemos que estas palabras se trasmiten en el ámbito de un grupo apocalíptico, radicales itinerantes cristianos de primera hora, al menos en una primera fase, que muestra lo en serio que se tomaron el evangelio de Jesús.
Consideramos que el espíritu de la radicalidad de estas palabras de Jesús permanece y debe mantener su vigor en medio del realismo que sin duda nos apremia. La radicalidad obedece a una mentalidad, a unas circunstancias, que no pueden ser las mismas para el s. XXI. Jesús era un hombre de su tiempo que usaba también el lenguaje de su tiempo. Él hablaba sirviéndose de metáforas, imágenes y comparaciones entendidas en aquella época. Porque ¿a dónde nos llevaría una interpretación literal del evangelio de hoy, o un dicho como “si alguno viene a mi y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, no puede ser discípulo mío” (Lc 14,26), cuando él mandó amar a todos, incluso a los enemigos? No se puede pedir amar a los enemigos y “odiar” a los padres o hermanos, ¡sería absurdo! Pero el espíritu de lo que Jesús quería expresar permanece: frente a este mundo, el evangelio es un signo de contradicción. Hay que amar, no odiar; pero el amor, frente a este mundo injusto y de desamor, es una guerra. Lo será siempre. En realidad es una guerra en la que no caben medias distintas y en la que los lazos familiares pueden saltar por los aires.

No es posible olvidar que estamos hablando desde la analogía, del contraste y el simbolismo. Los profetas itinerantes, casi como unos filósofos cínicos para algunos, se expresaban así: ¿los míos o Jesús? ¿yo o el evangelio? Son palabras proféticas que siempre mantendrán su vigencia, sin que las rebajemos a lo inútil. Algunos han hablado del “terrorismo” o el “fundamentalismo” de la ética cristiana. Es posible que los conceptos de actualidad puedan resultar explicativos… pero no es ni terrorismo ni fundamentalismo, sino que cuando el evangelio se vive con radicalidad nuestra vida no puede ser como siempre, como se ha aprendido de los “nuestros”, porque los “nuestros” pueden estar lejos del proyecto profético de Jesús. Lo que se ha mamado en nuestro ámbito no siempre es lo mejor. Los “nuestros” son más nuestros cuando vivimos la radicalidad del amor y eso trae fuego a la tierra. A los nuestros los amamos, pero sin renunciar a lo que Dios desea. Eso lo vivió Jesús como experiencia liberadora que quiso trasmitir a los suyos, para cambiar una religión “nuestra” que no tenía vida. Y si “los nuestros” no nos aceptan en esta guerra de amor, desde el evangelio y con el evangelio, seguirán siendo los nuestros, pero no haremos lo que ellos quieren. Los nuestros, a veces, piden odio o venganza: ahí está la guerra, el fuego del evangelio. Esa fue la experiencia del profeta de Galilea.
Lucas 12, 49-53
«¿Creéis que he venido a traer paz a la tierra?»
-De labios de Jesús- escuchamos afirmaciones estremecedoras: «He venido a encender fuego en el mundo» (Lc 12,49); «¿creéis que he venido a traer paz a la tierra? Pues os digo que no, sino división» (Lc 12,51). Y es que la verdad divide frente a la mentira; la caridad ante el egoísmo, la justicia frente a la injusticia…
En el mundo -y en nuestro interior- hay mezcla de bien y de mal; y hemos de tomar partido, optar, siendo conscientes de que la fidelidad es “incómoda”. Parece más fácil contemporizar, pero a la vez es menos evangélico.

Nos tienta hacer un “evangelio” y un “Jesús” a nuestra medida, según nuestros gustos y pasiones. Hemos de convencernos de que la vida cristiana no puede ser una pura rutina, un “ir tirando”, sin un constante afán de mejorar y de perfección. Benedicto XVI ha afirmado que «Jesucristo no es una simple convicción privada o una doctrina abstracta, es una persona real cuya entrada en la historia es capaz de renovar la vida de todos».
El modelo supremo es Jesús (hemos de “tener la mirada puesta en Él”, especialmente en las dificultades y persecuciones). Él aceptó voluntariamente el suplicio de la Cruz para reparar nuestra libertad y recuperar nuestra felicidad: «La libertad de Dios y la libertad del hombre se han encontrado definitivamente en su carne crucificada» (Benedicto XVI). Si tenemos presente a Jesús, no nos dejaremos abatir. Su sacrificio representa lo contrario de la tibieza espiritual en la que frecuentemente nos instalamos nosotros.
La fidelidad exige valentía y lucha ascética. El pecado y el mal constantemente nos tientan: por eso se impone la lucha, el esfuerzo valiente, la participación en la Pasión de Cristo. El odio al pecado no es cosa pacífica. El reino del cielo exige esfuerzo, lucha y violencia con nosotros mismos, y quienes hacen este esfuerzo son quienes lo conquistan (cf. Mt 11,12).

«Sintamos la ilusión de llevar el fuego divino de un extremo a otro del mundo, de darlo a conocer a quines nos rodean: para que también ellos conozcan la paz de Cristo y, con ella, encuentren la felicidad» (San Josemaría)
«El fuego del cual habla Jesús es el fuego del Espíritu Santo, presencia viva y operante en nosotros desde el día de nuestro Bautismo. Jesús desea que el Espíritu Santo estalle como el fuego en nuestro corazón» (Francisco)
«En su Pascua, Cristo abrió a todos los hombres las fuentes del Bautismo. En efecto, había hablado ya de su pasión que iba a sufrir en Jerusalén como de un ‘Bautismo’ con que debía ser bautizado. La sangre y el agua que brotaron del costado traspasado de Jesús crucificado son “figuras” del Bautismo y de la Eucaristía» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1.225)
EL SEÑOR LES DA LA PAZ
Fuente: Jorge Armando Girón Sosa
PRESBITERO

-
EN LA OPINIÓN DE:hace 8 horas
Memoria, emoción y verdad: las fiestas patrias en un país inseguro
-
EN LA OPINIÓN DE:hace 5 horas
SOLUCIONES VIALES EN EL BULEVAR “COLOSIO” DE CANCÚN
-
Viralhace 5 horas
MÁS DE 3,500 PARTICIPANTES ENGALANAN DESFILE CÍVICO EN FELIPE CARRILLO PUERTO
-
EN LA OPINIÓN DE:hace 5 horas
PAREJERAS EN LA CORRUPCIÓN GUBERNAMENTAL
-
EN LA OPINIÓN DE:hace 5 horas
EL DERECHO RESULTÓ COMPLEJO…
-
Viralhace 5 horas
KANTUNILKÍN VIBRA CON EL 215 ANIVERSARIO DE LA INDEPENDENCIA: ACTO CÍVICO ENCABEZADO POR NIVARDO MENA
-
Gobierno Del Estadohace 5 horas
COZUMEL SE TRANSFORMA CON TRABAJO 24/7 ENTRE GOBIERNO Y SOCIEDAD
-
Gobierno Del Estadohace 5 horas
PLAYA DEL CARMEN CONSOLIDA SU TRANSFORMACIÓN CON GOBIERNO CERCANO Y TRANSPARENTE