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“Vivir con miedo: la huella psicológica de la inseguridad en México”

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Los Mexicanos vivimos con miedo y eso es una realidad…

Conciencia Saludablemente
Psicol. Alex Barrera

¡Mexicanos al grito de guerra! Esta es una de las estrofas más fuertes de nuestro himno nacional, cualquier mexicano conoce esta frase, pero cuantos de los habitantes de este país repara en el significado de esta frase que pareciera ser una realidad en estos días, cuantos de verdad se dan cuenta que la violencia en México si indiscutiblemente se ha convertido en una guerra, una que enfrentamos día a día y que se ha enraizado en nuestra sociedad.

Peor aún, ¿cuántos mexicanos si quiera se dan cuenta lo que le hace a su salud mental? La percepción de inseguridad, más allá de cifras, opera como un reflejo trastornador en el bienestar psicológico de la ciudadanía. En México, cuando los titulares de prensa retumban con asesinatos públicos, atrocidades y organismos de seguridad incapaces de contener el escalamiento criminal, lo que se resquebraja no es únicamente la confianza en las instituciones: se fractura la sensación de habitar un entorno protector, lo que repercute directamente en el ánimo, la salud mental y la capacidad de resiliencia de las personas.

Mientras el gobierno actual culpa a los anteriores gobiernos de la herencia de violencia, poco se ocupa de comunicar sus propias estrategias para brindar la certeza que la gente necesita hoy, y es que, si vamos al pasado inmediato, tan sólo en octubre se registraron un par de episodios que ilustran a la vez la crudeza de la violencia y su potencia simbólica.

La violencia ya no solo es violencia, sino que está plagada de un claro mensaje “NO HAY TREGUA”, porque no es solo el hecho de que en el estado de Michoacán, se registrara el asesinato de siete presidentes municipales en menos de cuatro años, si no que el último de ellos haya sido el de Carlos Manzo Rodríguez, alcalde de Uruapan, ejecutado el 1 de noviembre durante un evento público en pleno centro de la ciudad, y no cualquier evento, sino la celebración de Día de Muertos, uno de los eventos más significativos para los mexicanos. ¿Y entonces, no es este un atentado contra la misma sociedad, como podemos no entender esto como un mensaje, no para una persona, no para un estado, sino para un país entero? ¿Cómo puede no ser esto una agresión directa a la sociedad?

Este mismo mes en Culiacán, capital del estado de Sinaloa, se vivió una semana de “limpieza” entre cárteles cuyo resultado fueron 41 muertos en seis días, 12 solamente el 22 de octubre, estos eventos inundan las páginas de los medios de comunicación locales e internacionales, que detallan enfrentamientos sangrientos entre bandos criminales.

Cuando la violencia se vuelve espectáculo —y aún más cuando el blanco son eventos culturales o áreas urbanas frecuentadas—, la inquietud colectiva crece y se instala un estado de permanente alerta emocional. La población no sólo teme por su integridad física, sino por la certeza de que el espacio en el que habita ya no es predecible ni seguro. En este contexto, la evidencia señala que la percepción de inseguridad persiste pese a mejoras estadísticas en homicidios. Por ejemplo, en una nota de  El País publicada el pasado 23 de octubre se señala que el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) reportó que, en septiembre de 2025, el 34 % de los mexicanos consideraba que la inseguridad permanecería “igual de mal” en su ciudad los próximos doce meses, y el 23.9 % estimaba que “empeorará”.

Desde la psicología, esos datos no son únicamente indicadores sociales: son síntomas de un clima emocional colectivo afectado. La inseguridad percibida produce estrés crónico, desgaste emocional y una reducción progresiva de lo que se denomina “capital psicológico”. Las personas pueden volverse más reacias a participar, a salir o a confiar en su entorno; aparece la hipervigilancia, la ansiedad, la alteración del sueño, e incluso la evitación de actividades cotidianas. Cuando la amenaza parece constante (aunque en el sentido probabilístico no esté dirigida a cada persona en lo individual) el efecto se propaga y se torna comunitario.

Además, esta erosión de la confianza se reconoce también en la relación entre ciudadanía y Gobierno. Aunque la presidenta Claudia Sheinbaum según publica en su sitio web PolíticoMX  mantiene una aprobación del 74 % al cierre de octubre de 2025, mientras que la desaprobación ronda el 25 %, eso no sostiene la percepción sobre la inseguridad que la ciudadanía no aprueba pues el mismo medio publica que otra encuesta hecha entre abril-mayo de 2025 que señala que solo 21.6 % de los mexicanos afirmaron sentirse seguros viviendo en el país, lo que significa que ~78.4 % se siente inseguro.

Los mexicanos esperan seguridad, efectividad institucional y protección, cuando eso falla, también se quiebra el sentido de que “las cosas están bajo control”. Ese quiebre tiene consecuencias psicológicas: ¡el orden que sostiene la rutina y la confianza se vuelve frágil!

La percepción de que “nadie está a salvo” o que “las autoridades no se dan abasto” abre una fisura emocional que afecta la vida social: las personas se retraen, desconfían, se inhiben. En la práctica clínica, se puede observar cómo en zonas de alta violencia o alta percepción de riesgo, los pacientes presentan mayor vulnerabilidad ante trastornos de ansiedad, alteraciones del sueño, síntomas de hipervigilancia y menos recursos para enfrentar los imprevistos. Cuando se vive con la sensación de que el entorno se volvió hostil, el bienestar se vuelve una meta difícil.

Es imprescindible comprender que, aunque los índices de homicidio puedan bajar en ciertos meses, la experiencia subjetiva de inseguridad no cae de inmediato. El retraso entre la mejora real y la percepción ciudadana deja un vacío de tiempo en que la salud emocional queda expuesta. Y mientras tanto, la violencia, al ser tan visible y tan simbólica, sigue reforzando la sensación de vulnerabilidad.

¿Qué hacer ante este escenario? En primer lugar, desde lo comunitario, es necesario promover espacios de diálogo, reforzar lazos de vecindad, crear plataformas de resiliencia colectiva: porque la inseguridad emocional se enfrenta también socialmente. Pero, en segundo lugar, y no menos importante, desde el ámbito individual, no se puede trivializar el impacto psicológico que tiene vivir bajo la sombra de la violencia. Acudir a servicios de salud mental, recibir contención, comprender que la reacción emocional es lógica, constituye un acto de cuidado.

No solo “sobrevivir” a la inseguridad física, sino preservar el bienestar psicológico, es una tarea urgente, porque la constante percepción de peligro provoca estrés constante, y esto a su vez genera, malestar físico, y más allá de ello fragmenta el bienestar social. Las autoridades tienen la obligación de garantizar la seguridad, pero las personas también tienen el derecho y la necesidad de salvaguardar su salud emocional cuando la protección estatal se ve comprometida.

En un país donde la violencia arremete en plazas públicas, atenta contra autoridades, se infiltra en la vida cotidiana y deja huella en la percepción de la gente, el bienestar psicológico no es un lujo: es una condición para el mínimo sustento de la dignidad humana.

Los mexicanos vivimos con miedo y eso es una realidad, aceptarlo, afrontarlo y en su caso buscar ayuda profesional, hablar con un terapeuta, explorar las formas en que la inseguridad impacta nuestra mente, es tan importante como procurar cerraduras y alarmas. Porque al final del día, tenemos que reconstruir no solo ciudades más seguras, sino experiencias interiores donde no nos sintamos indefensos.

**Además de 10 años de experiencia como comunicólogo, ejerciendo el periodismo. Alex Barrera es también psicólogo por la UNAM con profundización en desarrollo humano.
Actualmente brinda terapia clínica con enfoque Biopsicosocial.

Si desea contactar con los especialistas en terapia y salud puede hacerlo enviando un mensaje

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UN DICIEMBRE DE BUENOS DESEOS

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“El Minotauro”
Por Nicolás Durán de la Sierra

A riesgo de caer en la demagogia filosófica, que es como la política, pero con palabras más lustrosas; dado que las fiestas decembrinas están próximas y su nimbo nos envuelve a todos, este comentario irá por el camino de la armonía y los plácemes, aunque se anota que renos y demás parafernalia sajona y teutona quedaran fuera ya que la glosa tiene aires marinos, de Creta en especial.

El Señor del Egeo, Asterión para sus cercanos, añora el cochinillo al horno con hierbas, el kourabiedes, dulce de almendras y el melomakaron, un bizcocho empapado en miel, pero sobre todo extraña el vino caliente especiado y más si es de Creta, cuna de los vinos… Mas dejemos a El Minotauro con sus griegas saudades, y vamos a los temas locales que nos competen.

Por ello van estos deseos, rayanos casi con la candidez, pero guiados por positivo afán. Bueno sería que cesara el centralismo estatal y se diera un respiro a las arcas de las alcaldías, pues de seguir la delgadez que implica tal concentración, todas las comunas, incluido Cancún, pronto quedarán como el de José María Morelos, que tiene que pedir prestado hasta para pagar su nómina.

Cuentan que desde la llegada de doña Mary Hernández al municipio Felipe Carrillo Puerto las arcas comunales se han enjutado, aunque por otras razones, pero tal no es un tema con espíritu decembrino por lo que quedará en pausa junto con el de José Alfredo Contreras, el edil de Bacalar, al que también señalan como autor de la delgadez presupuestal de ese municipio.

El respeto al federalismo, trazado en la constitución de 1824, parte esencial de nuestra república, es decir de lo que hoy es México y su pacto con estados y municipios, confiere a estas dos instancias soberanías y haciendas que les dan viabilidad económica, por lo que… así pues, la centralización estatal no es una buena idea, pero esto tampoco tiene aires navideños.

Como final de esta glosa, van un par de buenos deseos: que Ana Paty Peralta, la edil de Cancún, busque nueva parcela para el basurero de la ciudad, pues la “celda emergente” se está agotando, y que el congreso estatal, salvo excepciones, siga siendo un fértil sembradío de pifias, de joyas del humor involuntario para recreo de la comunidad en este inminente 2026.

Dicho esto, feliz navidad y próspero año nuevo a todos.

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Cuando el estrés se vuelve hogar

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En una mente estresada por años, el silencio se vuelve territorios peligrosos ocultando el verdadero mal

Conciencia Saludablemente

Por. Psicol. Alex Barrera

Hubo un tiempo en el que el estrés era una señal de alarma: algo no estaba bien y el cuerpo pedía pausa. Hoy, para muchas personas, el estrés dejó de ser un estado pasajero y se convirtió en una forma de vida. Muchas personas sin darse cuenta aprendieron a vivir aceleradas, hiperconectadas y con la sensación constante de que, si no estamos ocupados o tensos, estamos fallando en algo. El problema no es solo vivir con estrés, sino volverse incapaz de vivir sin él.

Durante años hemos aprendido a vivir con el estrés como si fuera una condición natural de la adultez. “Así es la vida”, decimos, mientras normalizamos el cansancio crónico, la ansiedad constante y la sensación de que, si no estamos ocupados, algo anda mal. Poco a poco, sin darnos cuenta, dejamos de preguntarnos si el estrés es inevitable y comenzamos a organizarnos alrededor de él. El problema no es sólo que vivamos estresados, sino que a de que sabemos que existe, no sabemos ni como reconocerlo, es decir, sabemos que existe el estrés, pero no sabemos cómo se siente el estrés, y mucho menos como detenerlo, aunque suene duro muchos hemos desarrollado una incapacidad real para vivir sin estrés.

Y es que cuando el estrés se normaliza, el silencio incomoda. Los espacios de calma generan culpa y la tranquilidad se interpreta como pérdida de tiempo incluso hay quien al intentar detenerlo se encuentra con la respuesta automática del cerebro una rotunda negativa, como si el propio cuerpo se negara a abandonar ese estado. Y lo grave es que aunque el cerebro lo haya normalizado, el generar estrés mantiene los mecanismos del naturales del cuerpo provocando daños clínicos en la salud de las personas.

No hablo del estrés como respuesta adaptativa —ese mecanismo biológico que nos permite reaccionar ante una amenaza real—, sino de un estado permanente de activación que se vuelve identidad. Hay personas que no saben qué hacer cuando no hay pendientes, conflictos o urgencias. El silencio les incomoda. El descanso les genera culpa. La calma se percibe como improductiva, sospechosa, incluso peligrosa. En ese punto, el estrés deja de ser una reacción y se convierte en una forma de vida.

Desde la psicología sabemos que el cuerpo no distingue entre una amenaza real y una simbólica. El sistema nervioso responde igual a un león que a un correo electrónico. Cuando vivimos en estado de alerta constante, el organismo se adapta a esa intensidad. El cortisol y la adrenalina se mantienen elevados y, con el tiempo, el cuerpo aprende a funcionar así. Entonces ocurre algo paradójico: la calma empieza a sentirse extraña, y el estrés se vuelve familiar. Incluso necesario.

Esto explica por qué algunas personas, al tener un fin de semana libre, se enferman, se angustian o buscan inconscientemente un conflicto. No es mala suerte: es un sistema nervioso que no sabe bajar la guardia. La mente, acostumbrada al ruido, interpreta la quietud como vacío. Y el vacío, para muchos, resulta insoportable.

La cultura contemporánea ha hecho del estrés una medalla de honor. Estar ocupados es sinónimo de éxito. Dormir poco es señal de compromiso. Decir “no tengo tiempo” nos valida socialmente. Hemos romantizado el agotamiento al punto de sospechar de quien vive con calma. ¿Qué estará haciendo mal? ¿Por qué no corre como los demás? Así, el estrés deja de ser un problema y se vuelve un valor cultural.

Pero el cuerpo no negocia con las narrativas sociales. El estrés sostenido tiene consecuencias claras: trastornos del sueño, problemas digestivos, enfermedades cardiovasculares, irritabilidad, dificultades de concentración, distanciamiento social, ansiedad y depresión. Lo más grave es que muchas de estas señales se ignoran porque se consideran “normales”. Vivir cansados se vuelve la norma. Sentirse mal, el precio a pagar.

Hay otro aspecto menos visible pero igual de dañino: el estrés constante empobrece la vida emocional. Cuando estamos siempre en modo supervivencia, no hay espacio para el placer, la creatividad ni la introspección. Todo se vuelve funcional. Incluso las relaciones. Escuchamos a medias, convivimos con prisa, respondemos desde la reactividad. Vivir así no sólo desgasta el cuerpo; también nos desconecta de nosotros mismos.

Con frecuencia escucho frases como: “Si me relajo, pierdo el control”, “Si descanso, me atraso”, “Si bajo el ritmo, todo se desmorona”” Hay que seguir” y la más atros “Puedo con eso y más”, todas ellas de personas que puedo ver están a punto de desmoronarse. Detrás de ellas hay una creencia profunda: la idea de que sólo somos valiosos cuando estamos produciendo o resolviendo problemas. El estrés, entonces, se convierte en una forma de sostener la autoestima. Mientras estoy ocupado, existo. Cuando paro, me enfrento al vacío de no saber quién soy sin la urgencia.

En ese sentido, la incapacidad de vivir sin estrés no es sólo fisiológica; es también psicológica. El estrés funciona como anestesia. Mantiene la mente ocupada y evita preguntas incómodas: ¿estoy donde quiero estar?, ¿esto me hace sentido?, ¿qué estoy evitando sentir? Cuando bajamos el ritmo, esas preguntas aparecen. Y no siempre estamos preparados para escucharlas.

La ironía es que muchas personas buscan “manejar mejor el estrés” sin cuestionar por qué viven en un estado que lo genera de manera permanente han olvidado siquiera como se sentían, y casi puedo asegurar que ya ni siquiera lo distinguen. Hacemos yoga, meditamos cinco minutos, tomamos suplementos… pero regresamos a la misma lógica de exigencia. No se trata de eliminar el estrés —eso sería imposible—, sino de dejar de necesitarlo para sentirnos vivos.

Incluso el cerebro puede interpretar como amenazantes los ejercicios orientados a la calma y la relajación cuando ha pasado demasiado tiempo funcionando en modo de alerta. Desde la neurociencia sabemos que el sistema nervioso se adapta a los estados que se repiten con mayor frecuencia; si una persona vive bajo estrés crónico, su cerebro aprende que la activación constante es sinónimo de seguridad.

En ese contexto, prácticas como la respiración profunda, la meditación o el silencio corporal pueden generar incomodidad, ansiedad o inquietud, porque implican “bajar la guardia”. Al disminuir la estimulación externa, emergen sensaciones internas, emociones reprimidas o pensamientos evitados, lo que el cerebro interpreta como pérdida de control.

La amígdala, encargada de detectar amenazas, puede activarse ante esta quietud desconocida, enviando señales de alarma que se manifiestan como nerviosismo, tensión muscular o necesidad urgente de interrumpir el ejercicio. No es que la calma sea peligrosa, sino que resulta extraña para un sistema acostumbrado a sobrevivir desde la urgencia. Por ello, aprender a relajarse no siempre es placentero al inicio; es un proceso de reaprendizaje en el que el cerebro necesita tiempo y acompañamiento para reconocer que el descanso también es un estado seguro.

Aprender a vivir sin estrés no significa abandonar responsabilidades ni aspiraciones. Significa recuperar la capacidad de alternar entre acción y reposo reconociendo conscientemente cual es cual. Dejar que el sistema nervioso recuerde que la calma también es segura. Que no todo es amenaza. Que no todo es urgente. Que el descanso no es un premio, sino una necesidad biológica y emocional y de usar herramientas que me permitan disminuir el estrés en momentos precisos de la vida.

Este reaprendizaje no es sencillo. Para alguien acostumbrado a la hiperactividad, el descanso puede generar ansiedad, irritabilidad o incluso tristeza. Es como quitarle una muleta al cuerpo: al principio duele. Por eso, muchas personas fracasan en sus intentos de bajar el ritmo y concluyen que “no pueden”. No es que no puedan; es que están deshabituándose de un estado que se volvió adictivo.

Aquí es donde la terapia psicológica cobra un papel fundamental. No sólo para enseñar técnicas de relajación, sino para explorar qué función cumple el estrés en la vida de la persona. ¿Qué evita? ¿Qué sostiene? ¿Qué identidad refuerza? Acompañar este proceso permite construir una relación más sana con el tiempo, el cuerpo y las emociones.

Vivir sin estrés constante no es una utopía, pero sí un acto contracultural. Implica cuestionar mandatos, tolerar la incomodidad del silencio y redefinir el valor personal más allá del rendimiento. Implica, en muchos casos, aceptar que hemos estado sobreviviendo cuando podríamos estar viviendo.

Tal vez la pregunta no sea cómo eliminar el estrés, sino algo más incómodo y honesto: ¿qué parte de mí no sabe existir sin él? Mientras no nos atrevamos a responderla, seguiremos corriendo, no porque sea necesario, sino porque detenernos nos confronta con una calma que aún no sabemos habitar.

**Además de 10 años de experiencia como comunicólogo, ejerciendo el periodismo. Alex Barrera es también psicólogo por la UNAM con profundización en desarrollo.
Actualmente brinda terapia clínica con enfoque Biopsicosocial de manera privada.


Si le interesa el tema puede profundizar en los siguientes textos:
American Psychological Association. (2020). Stress effects on the body.
https://www.apa.org/topics/stress/body

Describe cómo el estrés crónico mantiene al sistema nervioso en estado de alerta y dificulta la activación de respuestas de relajación.

Porges, S. W. (2011). The polyvagal theory: Neurophysiological foundations of emotions, attachment, communication, and self-regulation. W. W. Norton & Company.
https://wwnorton.com/books/9780393707007

Explica cómo el sistema nervioso autónomo puede interpretar estados de calma como inseguros cuando el organismo está habituado a la hiperactivación.

Van der Kolk, B. (2014). The body keeps the score: Brain, mind, and body in the healing of trauma. Viking.
https://www.penguinrandomhouse.com/books/215391/the-body-keeps-the-score-by-bessel-van-der-kolk-md/

Aborda cómo personas con estrés prolongado o trauma pueden experimentar ansiedad al intentar relajarse o meditar.

Thayer, J. F., & Lane, R. D. (2000). A model of neurovisceral integration in emotion regulation and dysregulation. Journal of Affective Disorders, 61(3), 201–216.
https://doi.org/10.1016/S0165-0327(00)00338-4

Expone cómo la regulación emocional deficiente hace que el sistema nervioso perciba la calma como una pérdida de control.

Treleaven, D. A. (2018). Trauma-sensitive mindfulness: Practices for safe and transformative healing. W. W. Norton & Company.
https://wwnorton.com/books/9780393709780

Analiza por qué prácticas de mindfulness pueden activar ansiedad en personas con sistemas nerviosos hipervigilantes.

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