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Opinión

El caudillo que extrañaba las masas

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Opinión / Cicuta del Caribe XXI

• Tres años de claroscuros y López Obrador quiso fiesta de aniversario
• Son 36 meses de absurdos, provocar divisionismo y encono en el país
• No hay más que una cifra escalofriante de víctimas por la inseguridad

• La transformación de cuarta, agotada; alguien sabe en qué consistió
• Sólo consiguió un aumento que diluye la inflación que él provoca
• La mayoría de acciones de AMLO han distanciado al sector privado*

Por: Carlos Águila Arreola

Mientras el mundo entra nuevamente en alerta sanitaria por la aparición de la variante omicron del coronavirus y las autoridades sanitarias globales —las organizaciones Mundial de la Salud (OMS) y la Panamericana de la Salud (OPS)— llama a no alarmarse pero sí tomar las precauciones debidas, el gobierno mexicano persiste en desestimar los riesgos e incluso el tlatoani tabasqueño llamó a la concentración multitudinaria.

Se cumplieron tres años de la toma de posesión de Andrés Manuel López Obrador. El evento se festejó con una movilización en el Zócalo capitalino, donde el mandatario dará otro informe más, el tercero de seis. La Plaza de la Constitución se llenó con una combinación de acarreados —obvio: sus beneficiarios de todas las edades— y gente que llegó por voluntad propia porque siguen apoyando al tabasqueño.

El caudillo extrañaba a las masas, y quiso su fiesta de aniversario: “Cumplimos tres años de estar luchando, enfrentando adversidades para lograr el propósito de transformar al país; acabar con la corrupción y que vivamos en un país más justo, más libre, más soberano, más democrático, más igualitario”, ajá… nada más lejos de la realidad porque han sido 36 meses de absurdos, de provocar divisionismo y encono entre los propios mexicanos.

Decía el filósofo y economista británico Jeremy Bentham que la opinión pública era un control útil sobre la autoridad de los gobernantes y que debían recibir la máxima publicidad posible. “Es la única manera de evitar que se vuelvan perniciosos”. Lo que no pudo advertir es que se convertiría en el centro de atención de los gobernantes. Para López Obrador, la constante búsqueda de ésta parece ser la meta del ejercicio del poder, incluso más que un medio para lograr fines.

Acorde con la inclinación de Andrés Manuel López Obrador al pensamiento del Benemérito de las Américas, el balance a tres años es que está en la medianía: ni ha sido el fracaso que dicen sus agoreros, y micho menos es la gran transformación que presume el tabasqueño y sus vasallos replicadores.

Son tiempos de narrativa, no de realidades. Lo que pasa todos los días en el país, la economía, la (in)seguridad, el acceso de servicios, los derechos de todos… todo eso camina por una vía que no es muy diferente a lo que hemos vivido desde hace muchos años y sexenios, pero la narrativa es otra.

Su soberbia no tiene límite y su lógica rebasa los linderos de la estupidez: sus datos dan pie a los memes, a reír en redes, y es que los que tienen otros, sean los medios, el Inegi, el Banco de México, el INE o hasta secretarías de Estado de su propio gobierno, o son corruptos o neoliberales; por eso es que las únicas estadísticas ciertas son las suyas.

Y por supuesto que todo “le sale bien”; por otro lado, todos los días celebra: cada mañana, cada tres meses, en todas las plazas y todos los foros, además de las giras de supervisión que se avienta cada fin de semana cuando no es época electoral o cuando lo es; al fin que se trata de las obras prioritarias por ser de “seguridad nacional”, como lo decretó.

Sin más resultados para presumir que una cifra escalofriante de víctimas por la inseguridad, que supera con mucho a las de sus predecesores; más de 600 mil muertes por la pandemia, producto de su desidia y la de su séquito; tres años de desabasto de medicinas —y la muerte de miles de niños por falta de quimioterapias— debido a su soberbia e ineptitud, y la de sus funcionarios, así como el doble de mexicanos en pobreza extrema —y una sociedad extremadamente polarizada— porque así le conviene.

Los resultados no existen —lisa y llanamente— y la transformación de cuarta está agotada sin que alguien sepa, bien a bien, en qué consistió. Valdría la pena mirar al futuro y pensar en el legado que dejará la administración en funciones no solo al país, sino a quien le suceda: el término de su mandato —fatal y perentorio— se aproxima sin que haya brindado mayores argumentos que los inherentes a su propia personalidad.

El señor López no ha conseguido nada más allá de un aumento al salario mínimo que ayer festinaba —y que se consume con la inflación que él mismo ha provocado— e, incluso si lograra concluir —en tiempo y forma— sus proyectos faraónicos y emblemáticos, quienquiera que sea su sucesor recibirá un país en condiciones económicas, políticas y sociales mucho peores de las que sufríamos en 2018 y 2012., pese a su discurso diario.

Andrés Manuel apuesta a terminar su aeropuerto, su refinería y su trenecito —porque son sus caprichos— antes de que concluya el sexenio para mostrarlos como logros —aunque no tengan alguna utilidad para las primeras necesidades del “pueblo bueno”— y/o atribuirle sus fracasos a quienes se han atrevido a cuestionarle.

En el terreno económico estamos entre la incertidumbre y la baja inversión, pues en tres años se han acumulado malas noticias para poder invertir en el país, tema muy importante porque si un país no aumenta sus inversiones no se pueden crear nuevos y mejores empleos. Es cierto, el país enfrenta una crisis por la pandemia, pero desde la llegada de AMLO la mayoría de sus acciones han distanciado al sector privado, menos a sus beneficiarios, por supuesto: los Slim, Marcos Fastlicht Sackler, suegro de Emilio Azcárraga Jean; Alfonso Romo Garza, empresario regiomontano del agro y casas de bolsa; entre otros.

La situación económica va hacia la estanflación, combinación de estancamiento con inflación, coyuntura en la que se produce un estancamiento de economía y la inflación aumenta. La estanflación, explican los manuales, distorsiona los mercados y deja a los gobiernos y a sus bancos centrales en una posición de ‘perder-perder’. La recesión suele ser parcial, registrándose simultáneamente decrecimiento de algunos sectores como la producción de bienes, junto con el crecimiento de otros sectores, como la producción de servicios.

En el caso de la revocación, la oposición ya entendió que la mejor batalla que puede librar frente a López Obrador es la que no da, y decidió no seguirle el juego. Hasta ahora, la consulta llega solo al 20 por ciento del total de firmas que necesita, a menos de un mes para que culmine la recolección.

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“Vivir con miedo: la huella psicológica de la inseguridad en México”

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Los Mexicanos vivimos con miedo y eso es una realidad…

Conciencia Saludablemente
Psicol. Alex Barrera

¡Mexicanos al grito de guerra! Esta es una de las estrofas más fuertes de nuestro himno nacional, cualquier mexicano conoce esta frase, pero cuantos de los habitantes de este país repara en el significado de esta frase que pareciera ser una realidad en estos días, cuantos de verdad se dan cuenta que la violencia en México si indiscutiblemente se ha convertido en una guerra, una que enfrentamos día a día y que se ha enraizado en nuestra sociedad.

Peor aún, ¿cuántos mexicanos si quiera se dan cuenta lo que le hace a su salud mental? La percepción de inseguridad, más allá de cifras, opera como un reflejo trastornador en el bienestar psicológico de la ciudadanía. En México, cuando los titulares de prensa retumban con asesinatos públicos, atrocidades y organismos de seguridad incapaces de contener el escalamiento criminal, lo que se resquebraja no es únicamente la confianza en las instituciones: se fractura la sensación de habitar un entorno protector, lo que repercute directamente en el ánimo, la salud mental y la capacidad de resiliencia de las personas.

Mientras el gobierno actual culpa a los anteriores gobiernos de la herencia de violencia, poco se ocupa de comunicar sus propias estrategias para brindar la certeza que la gente necesita hoy, y es que, si vamos al pasado inmediato, tan sólo en octubre se registraron un par de episodios que ilustran a la vez la crudeza de la violencia y su potencia simbólica.

La violencia ya no solo es violencia, sino que está plagada de un claro mensaje “NO HAY TREGUA”, porque no es solo el hecho de que en el estado de Michoacán, se registrara el asesinato de siete presidentes municipales en menos de cuatro años, si no que el último de ellos haya sido el de Carlos Manzo Rodríguez, alcalde de Uruapan, ejecutado el 1 de noviembre durante un evento público en pleno centro de la ciudad, y no cualquier evento, sino la celebración de Día de Muertos, uno de los eventos más significativos para los mexicanos. ¿Y entonces, no es este un atentado contra la misma sociedad, como podemos no entender esto como un mensaje, no para una persona, no para un estado, sino para un país entero? ¿Cómo puede no ser esto una agresión directa a la sociedad?

Este mismo mes en Culiacán, capital del estado de Sinaloa, se vivió una semana de “limpieza” entre cárteles cuyo resultado fueron 41 muertos en seis días, 12 solamente el 22 de octubre, estos eventos inundan las páginas de los medios de comunicación locales e internacionales, que detallan enfrentamientos sangrientos entre bandos criminales.

Cuando la violencia se vuelve espectáculo —y aún más cuando el blanco son eventos culturales o áreas urbanas frecuentadas—, la inquietud colectiva crece y se instala un estado de permanente alerta emocional. La población no sólo teme por su integridad física, sino por la certeza de que el espacio en el que habita ya no es predecible ni seguro. En este contexto, la evidencia señala que la percepción de inseguridad persiste pese a mejoras estadísticas en homicidios. Por ejemplo, en una nota de  El País publicada el pasado 23 de octubre se señala que el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) reportó que, en septiembre de 2025, el 34 % de los mexicanos consideraba que la inseguridad permanecería “igual de mal” en su ciudad los próximos doce meses, y el 23.9 % estimaba que “empeorará”.

Desde la psicología, esos datos no son únicamente indicadores sociales: son síntomas de un clima emocional colectivo afectado. La inseguridad percibida produce estrés crónico, desgaste emocional y una reducción progresiva de lo que se denomina “capital psicológico”. Las personas pueden volverse más reacias a participar, a salir o a confiar en su entorno; aparece la hipervigilancia, la ansiedad, la alteración del sueño, e incluso la evitación de actividades cotidianas. Cuando la amenaza parece constante (aunque en el sentido probabilístico no esté dirigida a cada persona en lo individual) el efecto se propaga y se torna comunitario.

Además, esta erosión de la confianza se reconoce también en la relación entre ciudadanía y Gobierno. Aunque la presidenta Claudia Sheinbaum según publica en su sitio web PolíticoMX  mantiene una aprobación del 74 % al cierre de octubre de 2025, mientras que la desaprobación ronda el 25 %, eso no sostiene la percepción sobre la inseguridad que la ciudadanía no aprueba pues el mismo medio publica que otra encuesta hecha entre abril-mayo de 2025 que señala que solo 21.6 % de los mexicanos afirmaron sentirse seguros viviendo en el país, lo que significa que ~78.4 % se siente inseguro.

Los mexicanos esperan seguridad, efectividad institucional y protección, cuando eso falla, también se quiebra el sentido de que “las cosas están bajo control”. Ese quiebre tiene consecuencias psicológicas: ¡el orden que sostiene la rutina y la confianza se vuelve frágil!

La percepción de que “nadie está a salvo” o que “las autoridades no se dan abasto” abre una fisura emocional que afecta la vida social: las personas se retraen, desconfían, se inhiben. En la práctica clínica, se puede observar cómo en zonas de alta violencia o alta percepción de riesgo, los pacientes presentan mayor vulnerabilidad ante trastornos de ansiedad, alteraciones del sueño, síntomas de hipervigilancia y menos recursos para enfrentar los imprevistos. Cuando se vive con la sensación de que el entorno se volvió hostil, el bienestar se vuelve una meta difícil.

Es imprescindible comprender que, aunque los índices de homicidio puedan bajar en ciertos meses, la experiencia subjetiva de inseguridad no cae de inmediato. El retraso entre la mejora real y la percepción ciudadana deja un vacío de tiempo en que la salud emocional queda expuesta. Y mientras tanto, la violencia, al ser tan visible y tan simbólica, sigue reforzando la sensación de vulnerabilidad.

¿Qué hacer ante este escenario? En primer lugar, desde lo comunitario, es necesario promover espacios de diálogo, reforzar lazos de vecindad, crear plataformas de resiliencia colectiva: porque la inseguridad emocional se enfrenta también socialmente. Pero, en segundo lugar, y no menos importante, desde el ámbito individual, no se puede trivializar el impacto psicológico que tiene vivir bajo la sombra de la violencia. Acudir a servicios de salud mental, recibir contención, comprender que la reacción emocional es lógica, constituye un acto de cuidado.

No solo “sobrevivir” a la inseguridad física, sino preservar el bienestar psicológico, es una tarea urgente, porque la constante percepción de peligro provoca estrés constante, y esto a su vez genera, malestar físico, y más allá de ello fragmenta el bienestar social. Las autoridades tienen la obligación de garantizar la seguridad, pero las personas también tienen el derecho y la necesidad de salvaguardar su salud emocional cuando la protección estatal se ve comprometida.

En un país donde la violencia arremete en plazas públicas, atenta contra autoridades, se infiltra en la vida cotidiana y deja huella en la percepción de la gente, el bienestar psicológico no es un lujo: es una condición para el mínimo sustento de la dignidad humana.

Los mexicanos vivimos con miedo y eso es una realidad, aceptarlo, afrontarlo y en su caso buscar ayuda profesional, hablar con un terapeuta, explorar las formas en que la inseguridad impacta nuestra mente, es tan importante como procurar cerraduras y alarmas. Porque al final del día, tenemos que reconstruir no solo ciudades más seguras, sino experiencias interiores donde no nos sintamos indefensos.

**Además de 10 años de experiencia como comunicólogo, ejerciendo el periodismo. Alex Barrera es también psicólogo por la UNAM con profundización en desarrollo humano.
Actualmente brinda terapia clínica con enfoque Biopsicosocial.

Si desea contactar con los especialistas en terapia y salud puede hacerlo enviando un mensaje

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Entre flores y recuerdos: la psicología del Día de Muertos

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Colocar un altar nos lleva a encontrar un vinculo en el que se pude sanar la perdida

Conciencia Saludablemente

Por: Psicol. Alex Barrera

En México, la muerte no se esconde; se decora con flores de cempasúchil, se endulza con pan y se acompaña de risas y canciones. El Día de Muertos no es sólo una tradición; es una declaración cultural profundamente humana: la vida y la muerte no son opuestos, sino partes del mismo ciclo. Desde la psicología, esta visión ofrece una lección esencial sobre cómo enfrentamos la pérdida, el duelo y la memoria.

En muchas culturas occidentales, hablar de la muerte sigue siendo un tema prohibido. Se evita mencionar a los fallecidos, se apartan sus objetos, se oculta el dolor tras una aparente fortaleza. Sin embargo, la cultura mexicana, heredera de cosmovisiones indígenas y creencias sincréticas, ha desarrollado una relación distinta con la finitud. Aquí la muerte se sienta a la mesa. Se le invita, se le honra, se le ríe. En lugar de negar su existencia, se le integra como una compañera inevitable.

Esta actitud, lejos de ser una mera expresión folklórica, tiene profundas implicaciones psicológicas. Aceptar la muerte —propia y ajena— es aceptar la impermanencia de todo. Es reconocer que la pérdida forma parte de la vida, y que el dolor, cuando se vive con consciencia, puede transformarse en gratitud. Desde la psicología existencial, este reconocimiento no conduce a la desesperanza, sino a una mayor plenitud: saber que el tiempo es finito nos empuja a vivir con sentido, a cuidar los vínculos y a encontrar propósito en cada día.

Pero el Día de Muertos no solo nos enseña a pensar en la muerte; también nos enseña a recordar con amor. El altar, corazón simbólico de la celebración, se convierte en un espacio terapéutico. Al colocar una fotografía, una vela o el platillo favorito del ser querido, no solo evocamos su presencia: actualizamos el vínculo. Recordar no es aferrarse al pasado, sino mantener viva la conexión emocional que sigue existiendo más allá de la ausencia física.

En psicología del duelo, esto se conoce como el vínculo continuo. Lejos de promover el olvido, se alienta a las personas a encontrar formas sanas de mantener esa relación interior con quienes ya no están. El altar cumple exactamente esa función: da forma, color y orden al dolor. Permite hablar con los que se fueron, agradecerles, perdonarlos o simplemente compartir un instante simbólico de convivencia. Es, en términos terapéuticos, una representación externa del proceso interno de sanar.

Cada objeto en el altar cumple una función emocional: las flores representan el ciclo de la vida, la comida evoca el cuidado, las velas guían el camino y las fotografías preservan la memoria. A través de este acto ritual, la persona que recuerda también se reconstruye. Como en cualquier proceso terapéutico, el ritual ofrece estructura, contención y sentido: tres elementos fundamentales para elaborar el duelo.

La psicología contemporánea reconoce que los rituales —ya sean religiosos, culturales o personales— facilitan la transición emocional tras una pérdida. Funcionan como puentes entre el dolor y la aceptación, entre el caos y la calma. En ese sentido, el Día de Muertos puede entenderse como una forma colectiva de terapia: una jornada en la que la sociedad entera legitima el dolor, lo comparte y lo transforma en celebración.

Sin embargo, bajo el colorido de las ofrendas y la alegría de las calaveras, también laten silencios profundos. No todos los duelos son iguales ni todas las pérdidas se procesan del mismo modo. Hay quienes, tras la muerte de un ser querido, sienten que la vida pierde sentido, que el vacío es demasiado grande o que la tristeza se ha vuelto una compañera constante. En esos casos, el acompañamiento psicológico puede marcar una diferencia vital.

Hablar del duelo en terapia es un acto de valentía. Es reconocer que, aunque la cultura ofrezca rituales para honrar la muerte, a veces el dolor necesita otro espacio: un lugar donde ser escuchado, comprendido y trabajado con herramientas profesionales. La psicoterapia ayuda a darle forma a la ausencia, a integrar el recuerdo y a reconstruir la vida sin negarla, es iniciar el camino hacia una nueva forma de coexistir con el dolor y afrontarlo de manera que no se convierta en un trauma.

Así, el Día de Muertos no es sólo una tradición que mira hacia el pasado, sino una invitación a mirar hacia adentro. Nos recuerda que el amor y la pérdida son inseparables, y que recordar no duele: lo que duele es callar. Cada altar que encendemos es una forma de iluminar nuestra historia, de reconciliarnos con lo inevitable y de encontrar sentido en el recuerdo.

Quizás por eso, entre el aroma del copal y la luz de las velas, comprendemos que no se trata de vencer a la muerte, sino de aprender a convivir con ella, y entender que la vida es sólo el camino que nos lleva inevitablemente hacia el final. Y en ese aprendizaje, la psicología tiene mucho que aportar: ayudarnos a aceptar, a transformar y, sobre todo, a vivir con conciencia.

Porque así como los altares se llenan de flores cada noviembre, también nuestra mente y nuestro corazón pueden renovarse. A veces, solo hace falta dar el primer paso: hablar con alguien, pedir ayuda, acudir a terapia.
La vida como el altar, se enciende de nuevo cuando nos atrevemos a mirar la sombra y convertirla en luz en este ciclo cuya belleza se encuentra en tomar conciencia de que un día se va terminar.

**Además de 10 años de experiencia como comunicólogo, ejerciendo el periodismo. Alex Barrera es también psicólogo por la UNAM con profundización en desarrollo humano.
Actualmente brinda terapia clínica con enfoque Biopsicosocial.

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