Opinión
“Juanito” y Laura gozan de impunidad
Caminos del Mayab
Por Martín G. Iglesias
En Quintana Roo hay dos casos visibles de lo que significa gozar de impunidad, a pesar de las denuncias legales y públicas hechas por sus sucesores; se trata de dos expresidentes municipales en el periodo 2018-2021, el primero con fuero como diputado federal por el Distrito 1, Juan Luis Carrillo Soberanis, de Isla Mujeres; el segundo es el de Laura Esther Beristain Navarrete que administró Solidaridad el trienio pasado.
Etimológicamente, la palabra impunidad proviene del vocablo latino “impunitas”; tiene que ver con la circunstancia resultante al no recibir un castigo o no ser juzgado; al hablar de castigo, se trata de alguna pena o condena que se ha impuesto y que tenga que cumplir el acusado por haber intervenido en algún hecho delictivo o de corrupción.
En este contexto, quiero hablar de la doble impunidad de la que gozan estos dos expresidentes municipales; una es la de su propio partido, el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) y el Partido Verde Ecologista de México (PVEM), pues ni Juan Carrillo ni Laura Beristain han sido sancionados por su respectivo instituto. La otra es la impunidad ante la justicia, pues el “largo brazo” no los ha alcanzado, aunque tanto la Auditoría Superior de la Federación (ASF) como la del Estado (ASE) les enviaron observaciones por faltantes millonarios en el trienio 2018-2021 en Isa Mujeres y en Solidaridad.
Por ejemplo, el capítulo sexto del Estatuto de Morena, “De la Comisión Nacional de Honestidad y Justicia”, en su Artículo 47 señala que el partido tiene la responsabilidad de “admitir y conservar en su organización personas que gocen de buena fama pública; practiquen la rendición de cuentas, eviten la calumnia y la difamación; mantengan en todo momento una actitud de respeto frente a sus compañeras y compañeros; y realicen sus actividades políticas por medios pacíficos y legales”; ¿no es el caso de estos dos personajes, principalmente de la que es miembro de su partido?
Un poco más abajo, el artículo 53 de dicho Estatuto especifica en su inciso “a” que se consideran faltas sancionables competencia de la Comisión Nacional de Honestidad y Justicia “Cometer actos de corrupción y falta de probidad en el ejercicio de su encargo partidista o público”.
No sé cómo les llamarían a los actos cometidos por Laura Beristain en su administración en Solidaridad; y cómo calificar los de Juan Carrillo; si en el primero la presidenta Lilí Campos señaló que son más de 200 millones de pesos que no están justificados; en el segundo, la alcaldesa de Isla Mujeres, Atenea Gómez Ricalde, señala a su antecesor de desvío de recursos y corrupción en obras públicas, principalmente en la instalación de luminarias.
Por eso sospecho que estos dos personajes, una que probablemente vaya por la vía plurinominal de Morena a una diputación, y otro que por propuesta de su partido va como candidato a diputados federal en reelección por el distrito 1 de Quintana Roo.
¡Ah! Le apuestan al olvido del pueblo, porque a decir de estos políticos, la gente no tiene memoria y por una despensa o un pago el día de la elección, seguro saldrán triunfante, no importa que la impunidad vaya de la mano con la corrupción, recuerdo que “no robar, no mentir y no traicionar al pueblo”, es una máxima de la Cuarta Transformación. Ahí se las dejo…
SASCAB
La plana mayor del morenismo quintanarroense estuvo presente ayer en el registro de la candidata de ese partido a la Presidencia de México, Claudia Sheinbaum Pardo, todos buscaban la foto para subirla a sus redes sociales.
Pero no sólo fue el registro de la doctora Claudia, sino también el de los candidatos a la diputación federal por los distritos 2, 3 y 4, representados por los morenistas Elda Xix Euán, Humberto Aldana Navarro y Mildred Ávila Vera, respectivamente.
El que de plano ya no forma parte de esa plana mayor, es el diputado federal Alberto Batum Chulim, algo hizo que molestó a quienes mandan en ese partido; o quizá no hizo lo que le indicaron, a tal grado que después de haber sido uno de los mencionados para la presidencia de Benito Juárez o para el Senado, ya quedó en el olvido.
No hay que perderlo de vista, porque puede aparecer en alguna suplencia o en algún cargo de menor rango en el gobierno del Estado, lo importante para “el amigo del pueblo” es no estar fuera del presupuesto. Al tiempo…

EN LA OPINIÓN DE:
“Vivir con miedo: la huella psicológica de la inseguridad en México”
Los Mexicanos vivimos con miedo y eso es una realidad…
Conciencia Saludablemente
Psicol. Alex Barrera
¡Mexicanos al grito de guerra! Esta es una de las estrofas más fuertes de nuestro himno nacional, cualquier mexicano conoce esta frase, pero cuantos de los habitantes de este país repara en el significado de esta frase que pareciera ser una realidad en estos días, cuantos de verdad se dan cuenta que la violencia en México si indiscutiblemente se ha convertido en una guerra, una que enfrentamos día a día y que se ha enraizado en nuestra sociedad.
Peor aún, ¿cuántos mexicanos si quiera se dan cuenta lo que le hace a su salud mental? La percepción de inseguridad, más allá de cifras, opera como un reflejo trastornador en el bienestar psicológico de la ciudadanía. En México, cuando los titulares de prensa retumban con asesinatos públicos, atrocidades y organismos de seguridad incapaces de contener el escalamiento criminal, lo que se resquebraja no es únicamente la confianza en las instituciones: se fractura la sensación de habitar un entorno protector, lo que repercute directamente en el ánimo, la salud mental y la capacidad de resiliencia de las personas.
Mientras el gobierno actual culpa a los anteriores gobiernos de la herencia de violencia, poco se ocupa de comunicar sus propias estrategias para brindar la certeza que la gente necesita hoy, y es que, si vamos al pasado inmediato, tan sólo en octubre se registraron un par de episodios que ilustran a la vez la crudeza de la violencia y su potencia simbólica.
La violencia ya no solo es violencia, sino que está plagada de un claro mensaje “NO HAY TREGUA”, porque no es solo el hecho de que en el estado de Michoacán, se registrara el asesinato de siete presidentes municipales en menos de cuatro años, si no que el último de ellos haya sido el de Carlos Manzo Rodríguez, alcalde de Uruapan, ejecutado el 1 de noviembre durante un evento público en pleno centro de la ciudad, y no cualquier evento, sino la celebración de Día de Muertos, uno de los eventos más significativos para los mexicanos. ¿Y entonces, no es este un atentado contra la misma sociedad, como podemos no entender esto como un mensaje, no para una persona, no para un estado, sino para un país entero? ¿Cómo puede no ser esto una agresión directa a la sociedad?
Este mismo mes en Culiacán, capital del estado de Sinaloa, se vivió una semana de “limpieza” entre cárteles cuyo resultado fueron 41 muertos en seis días, 12 solamente el 22 de octubre, estos eventos inundan las páginas de los medios de comunicación locales e internacionales, que detallan enfrentamientos sangrientos entre bandos criminales.
Cuando la violencia se vuelve espectáculo —y aún más cuando el blanco son eventos culturales o áreas urbanas frecuentadas—, la inquietud colectiva crece y se instala un estado de permanente alerta emocional. La población no sólo teme por su integridad física, sino por la certeza de que el espacio en el que habita ya no es predecible ni seguro. En este contexto, la evidencia señala que la percepción de inseguridad persiste pese a mejoras estadísticas en homicidios. Por ejemplo, en una nota de El País publicada el pasado 23 de octubre se señala que el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) reportó que, en septiembre de 2025, el 34 % de los mexicanos consideraba que la inseguridad permanecería “igual de mal” en su ciudad los próximos doce meses, y el 23.9 % estimaba que “empeorará”.
Desde la psicología, esos datos no son únicamente indicadores sociales: son síntomas de un clima emocional colectivo afectado. La inseguridad percibida produce estrés crónico, desgaste emocional y una reducción progresiva de lo que se denomina “capital psicológico”. Las personas pueden volverse más reacias a participar, a salir o a confiar en su entorno; aparece la hipervigilancia, la ansiedad, la alteración del sueño, e incluso la evitación de actividades cotidianas. Cuando la amenaza parece constante (aunque en el sentido probabilístico no esté dirigida a cada persona en lo individual) el efecto se propaga y se torna comunitario.
Además, esta erosión de la confianza se reconoce también en la relación entre ciudadanía y Gobierno. Aunque la presidenta Claudia Sheinbaum según publica en su sitio web PolíticoMX mantiene una aprobación del 74 % al cierre de octubre de 2025, mientras que la desaprobación ronda el 25 %, eso no sostiene la percepción sobre la inseguridad que la ciudadanía no aprueba pues el mismo medio publica que otra encuesta hecha entre abril-mayo de 2025 que señala que solo 21.6 % de los mexicanos afirmaron sentirse seguros viviendo en el país, lo que significa que ~78.4 % se siente inseguro.
Los mexicanos esperan seguridad, efectividad institucional y protección, cuando eso falla, también se quiebra el sentido de que “las cosas están bajo control”. Ese quiebre tiene consecuencias psicológicas: ¡el orden que sostiene la rutina y la confianza se vuelve frágil!
La percepción de que “nadie está a salvo” o que “las autoridades no se dan abasto” abre una fisura emocional que afecta la vida social: las personas se retraen, desconfían, se inhiben. En la práctica clínica, se puede observar cómo en zonas de alta violencia o alta percepción de riesgo, los pacientes presentan mayor vulnerabilidad ante trastornos de ansiedad, alteraciones del sueño, síntomas de hipervigilancia y menos recursos para enfrentar los imprevistos. Cuando se vive con la sensación de que el entorno se volvió hostil, el bienestar se vuelve una meta difícil.
Es imprescindible comprender que, aunque los índices de homicidio puedan bajar en ciertos meses, la experiencia subjetiva de inseguridad no cae de inmediato. El retraso entre la mejora real y la percepción ciudadana deja un vacío de tiempo en que la salud emocional queda expuesta. Y mientras tanto, la violencia, al ser tan visible y tan simbólica, sigue reforzando la sensación de vulnerabilidad.
¿Qué hacer ante este escenario? En primer lugar, desde lo comunitario, es necesario promover espacios de diálogo, reforzar lazos de vecindad, crear plataformas de resiliencia colectiva: porque la inseguridad emocional se enfrenta también socialmente. Pero, en segundo lugar, y no menos importante, desde el ámbito individual, no se puede trivializar el impacto psicológico que tiene vivir bajo la sombra de la violencia. Acudir a servicios de salud mental, recibir contención, comprender que la reacción emocional es lógica, constituye un acto de cuidado.
No solo “sobrevivir” a la inseguridad física, sino preservar el bienestar psicológico, es una tarea urgente, porque la constante percepción de peligro provoca estrés constante, y esto a su vez genera, malestar físico, y más allá de ello fragmenta el bienestar social. Las autoridades tienen la obligación de garantizar la seguridad, pero las personas también tienen el derecho y la necesidad de salvaguardar su salud emocional cuando la protección estatal se ve comprometida.
En un país donde la violencia arremete en plazas públicas, atenta contra autoridades, se infiltra en la vida cotidiana y deja huella en la percepción de la gente, el bienestar psicológico no es un lujo: es una condición para el mínimo sustento de la dignidad humana.
Los mexicanos vivimos con miedo y eso es una realidad, aceptarlo, afrontarlo y en su caso buscar ayuda profesional, hablar con un terapeuta, explorar las formas en que la inseguridad impacta nuestra mente, es tan importante como procurar cerraduras y alarmas. Porque al final del día, tenemos que reconstruir no solo ciudades más seguras, sino experiencias interiores donde no nos sintamos indefensos.
**Además de 10 años de experiencia como comunicólogo, ejerciendo el periodismo. Alex Barrera es también psicólogo por la UNAM con profundización en desarrollo humano.
Actualmente brinda terapia clínica con enfoque Biopsicosocial.
Si desea contactar con los especialistas en terapia y salud puede hacerlo enviando un mensaje
EN LA OPINIÓN DE:
Entre flores y recuerdos: la psicología del Día de Muertos
Colocar un altar nos lleva a encontrar un vinculo en el que se pude sanar la perdida
Conciencia Saludablemente
Por: Psicol. Alex Barrera
En México, la muerte no se esconde; se decora con flores de cempasúchil, se endulza con pan y se acompaña de risas y canciones. El Día de Muertos no es sólo una tradición; es una declaración cultural profundamente humana: la vida y la muerte no son opuestos, sino partes del mismo ciclo. Desde la psicología, esta visión ofrece una lección esencial sobre cómo enfrentamos la pérdida, el duelo y la memoria.
En muchas culturas occidentales, hablar de la muerte sigue siendo un tema prohibido. Se evita mencionar a los fallecidos, se apartan sus objetos, se oculta el dolor tras una aparente fortaleza. Sin embargo, la cultura mexicana, heredera de cosmovisiones indígenas y creencias sincréticas, ha desarrollado una relación distinta con la finitud. Aquí la muerte se sienta a la mesa. Se le invita, se le honra, se le ríe. En lugar de negar su existencia, se le integra como una compañera inevitable.
Esta actitud, lejos de ser una mera expresión folklórica, tiene profundas implicaciones psicológicas. Aceptar la muerte —propia y ajena— es aceptar la impermanencia de todo. Es reconocer que la pérdida forma parte de la vida, y que el dolor, cuando se vive con consciencia, puede transformarse en gratitud. Desde la psicología existencial, este reconocimiento no conduce a la desesperanza, sino a una mayor plenitud: saber que el tiempo es finito nos empuja a vivir con sentido, a cuidar los vínculos y a encontrar propósito en cada día.
Pero el Día de Muertos no solo nos enseña a pensar en la muerte; también nos enseña a recordar con amor. El altar, corazón simbólico de la celebración, se convierte en un espacio terapéutico. Al colocar una fotografía, una vela o el platillo favorito del ser querido, no solo evocamos su presencia: actualizamos el vínculo. Recordar no es aferrarse al pasado, sino mantener viva la conexión emocional que sigue existiendo más allá de la ausencia física.
En psicología del duelo, esto se conoce como el vínculo continuo. Lejos de promover el olvido, se alienta a las personas a encontrar formas sanas de mantener esa relación interior con quienes ya no están. El altar cumple exactamente esa función: da forma, color y orden al dolor. Permite hablar con los que se fueron, agradecerles, perdonarlos o simplemente compartir un instante simbólico de convivencia. Es, en términos terapéuticos, una representación externa del proceso interno de sanar.
Cada objeto en el altar cumple una función emocional: las flores representan el ciclo de la vida, la comida evoca el cuidado, las velas guían el camino y las fotografías preservan la memoria. A través de este acto ritual, la persona que recuerda también se reconstruye. Como en cualquier proceso terapéutico, el ritual ofrece estructura, contención y sentido: tres elementos fundamentales para elaborar el duelo.
La psicología contemporánea reconoce que los rituales —ya sean religiosos, culturales o personales— facilitan la transición emocional tras una pérdida. Funcionan como puentes entre el dolor y la aceptación, entre el caos y la calma. En ese sentido, el Día de Muertos puede entenderse como una forma colectiva de terapia: una jornada en la que la sociedad entera legitima el dolor, lo comparte y lo transforma en celebración.
Sin embargo, bajo el colorido de las ofrendas y la alegría de las calaveras, también laten silencios profundos. No todos los duelos son iguales ni todas las pérdidas se procesan del mismo modo. Hay quienes, tras la muerte de un ser querido, sienten que la vida pierde sentido, que el vacío es demasiado grande o que la tristeza se ha vuelto una compañera constante. En esos casos, el acompañamiento psicológico puede marcar una diferencia vital.
Hablar del duelo en terapia es un acto de valentía. Es reconocer que, aunque la cultura ofrezca rituales para honrar la muerte, a veces el dolor necesita otro espacio: un lugar donde ser escuchado, comprendido y trabajado con herramientas profesionales. La psicoterapia ayuda a darle forma a la ausencia, a integrar el recuerdo y a reconstruir la vida sin negarla, es iniciar el camino hacia una nueva forma de coexistir con el dolor y afrontarlo de manera que no se convierta en un trauma.
Así, el Día de Muertos no es sólo una tradición que mira hacia el pasado, sino una invitación a mirar hacia adentro. Nos recuerda que el amor y la pérdida son inseparables, y que recordar no duele: lo que duele es callar. Cada altar que encendemos es una forma de iluminar nuestra historia, de reconciliarnos con lo inevitable y de encontrar sentido en el recuerdo.
Quizás por eso, entre el aroma del copal y la luz de las velas, comprendemos que no se trata de vencer a la muerte, sino de aprender a convivir con ella, y entender que la vida es sólo el camino que nos lleva inevitablemente hacia el final. Y en ese aprendizaje, la psicología tiene mucho que aportar: ayudarnos a aceptar, a transformar y, sobre todo, a vivir con conciencia.
Porque así como los altares se llenan de flores cada noviembre, también nuestra mente y nuestro corazón pueden renovarse. A veces, solo hace falta dar el primer paso: hablar con alguien, pedir ayuda, acudir a terapia.
La vida como el altar, se enciende de nuevo cuando nos atrevemos a mirar la sombra y convertirla en luz en este ciclo cuya belleza se encuentra en tomar conciencia de que un día se va terminar.
**Además de 10 años de experiencia como comunicólogo, ejerciendo el periodismo. Alex Barrera es también psicólogo por la UNAM con profundización en desarrollo humano.
Actualmente brinda terapia clínica con enfoque Biopsicosocial.
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