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Los desechables

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Opinión / Cicuta del Caribe

Niñas, niños y adolescentes, a merced del crimen organizado

·        Hace 15 años, en Cancún no se hablaba de casas de seguridad

·        El país está atascado de menores entrenándose con armas

Por: Carlos Águila Arreola

Vivo un déjà vu o paramnesia, acaso fue una premonición, quizá son ambas cosas: hace tres lustros, cuando recién llegué a Cancún, Hernán Cordero Galindo, entonces presidente en Cancún de la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex) y de siempre activista por medio ambiente, se convirtió en mi “fuente” de cabecera porque siempre “daba nota”.

Por las mismas fechas, viendo el tipo de gente que empezaba a llegar a éste, otrora paraíso, decía a mis primeros compañeros de futuras coberturas periodísticas que el escenario me recordaba a Tijuana, de donde venía huyendo; hoy me doy cuenta que por desgracia no me equivoqué y esta noble ciudad es presa del narcotráfico.

A 15 años de distancia, más que nunca vienen a colación sus señalamientos: “La delincuencia está creciendo en forma alarmante en las regiones, y esos chicos de hoy son el caldo de cultivo, la carne de cañón para la delincuencia organizada”, se trata de los actuales adolescentes de Cancún, Playa del Carmen y Tulum, y es que son inimputables por ser menores de edad.

También desde esas fechas, primero el ´sicólogo Soilo Salazar García, y de unos años a la fecha Lilliam Negrete Estrella, ambos presidentes del Centro de Integración Juvenil (CIJ) en Cancún, advertían sobre el consumo temprano de mariguana entre los adolescentes, e incluso niños, y su incursión con las llamadas drogas “duras”, como la cocaína y su derivado la piedra o crack.

Hace tres lustros difícilmente se hablaba de casas de seguridad y cárteles, y no es que no los hubiera, sino que eran, si se me permite el término, más discretos… actualmente el escenario es brutal; los ajusticiamientos rayan en lo demente: decapitaciones, descuartizados, testículos en la boca (adulterio con la mujer de un mafioso), sin faltar el ejecutado nuestro de cada día.

Sin cifras
La asociación civil Reinserta alertó hace días del reclutamiento de más de 30 mil niños mexicanos por parte del crimen organizado —460 mil hasta 2019, según la oenegé Centro Estratégico en Justicia y Derecho para las Américas (Cenejyd)—, que reciben un pago de hasta 35 mil pesos mensuales, de acuerdo con el estudio Reclutamiento y utilización de niñas, niños y adolescentes por la delincuencia organizada, presentado por la cofundadora de la oenegé, Saskia Niño de Rivera Cover.

La sicóloga y activista mexicana, una de las 100 mujeres más poderosas del país, de acuerdo con Forbes México, refirió que hasta el primer trimestre del año hay más de 20 mil casos de homicidio doloso y siete mil desapariciones de menores en los últimos 20 años, según una estimación hecha por la Red por los Derechos de la Infancia en México (Redim).

La activista advirtió de la falta de cifras oficiales porque no hay registros en las cárceles mexicanas de menores detenidos por delincuencia organizada; están presos de forma oficial por delitos contra la salud, y cuando preguntamos “¿cuántos niños tienen (detenidos) por crimen organizado? Todos los estados contestaron cero. Eso fue una sorpresa”.

En la exposición de los resultados del estudio de Reinserta, que trabaja por la reinserción social de reclusos, entrevistó a 89 jóvenes presos, de los que 67 se asumían como miembros del crimen organizado, de siete estados: Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas (zona norte); Estado de México y Guerrero (zona centro), y Oaxaca y Quintana Roo (zona sur).

La investigación detectó que “el país está atascado de niños y niñas que están entrenándose con armas, que son la presa perfecta para la delincuencia organizada, nada más que no los hemos logrado ver todavía”, y se detectó mayor precariedad en el centro y sur, mientras que en el norte los cárteles pagan los sueldos más altos: van de los 25 mil a los 35 mil pesos al mes.

Marina Flores Camargo, líder del estudio y directora de Monitoreo y Evaluación de Reinserta, indicó que la forma más común de reclutamiento es por medio de conocidos, como amigos y familiares, y que hay lazos afectivos muy fuertes con las figuras de autoridad de la delincuencia organizada, y niños y niñas fungen como reclutadores de otros menores y adolescentes, sostuvo.

Mercedes Castañeda Gómez-Mont, también cofundadora de Reinserta, dijo que el consumo de drogas, el entorno de violencia y la llamada “narcocultura” son factores: “¿Las series y películas de narcos guapísimos y llenos de mujeres tienen un efecto en nuestros niños y niñas? La respuesta es sí, la apología que se hace de la cultura de los narcos tiene efectos en la ideología”.

Asentamientos
La problemática se exacerbó con la pandemia por la deserción escolar de cinco millones de menores y el hecho de que 90 por ciento de crímenes contra niños ocurren en internet, comentó por su parte la senadora Josefina Vázquez Mota, presidenta de la Comisión de Derechos de la Niñez y la Adolescencia, quienes son, “lo digo con terror y dolor, los desechables del crimen organizado”.

Y es que espanta la exposición a las dimensiones de violencia que viven los menores y adolescentes en las ciudades: mortalidad violenta; percepción y experiencias con la violencia; mala concepción de la ley y la justicia, y la relación con la policía, factores que han llegado a ser determinantes en materia de violencia juvenil, sobre todo en las grandes urbes.

El Observatorio Nacional Ciudadano asegura que, en el país, hay tres millones 977 mil niñas, niños y adolescentes vulnerables de ser sumados a las filas de la delincuencia organizada; de estos, dos millones 444 mil 859 no asisten a la escuela; 794 mil 018 no estudian y, además, trabajan; 69 mil 744 no toman clases, trabajan y tienen pareja, y 211 mil 326 no asisten a la escuela y su estado civil es distinto a la soltería.

Actualmente, alrededor de uno de cada cinco está en situación de amenaza en 2020, y a partir de los cálculos sobresale que siete entidades concentran alrededor de 55 por ciento de la población en riesgo: Estado de México (9.7 por ciento), Jalisco (8.6), Chiapas (8.1), Puebla (7.8), Guanajuato (7.3), Veracruz de Ignacio de la Llave (7.2) y Michoacán de Ocampo (6.5%).

En San Luis Potosí, las niñas, niños y adolescentes en riesgo ascienden a 87 mil 820; en Sinaloa hay 76 mil 880; se estima que en Querétaro hay 71 mil 463: en Durango habría 59 mil 628, y en Aguascalientes 44 mil 293: en Quintana Roo habría ocho mil 167¸ apenas 2.6 por ciento de lo que se calcula que hay a nivel nacional; es decir, aún no se encienden las alarmas.

Los asentamientos precarios (regiones de la periferia, zonas irregulares y de invasión) son muestra de concentración de conductas violentas, y del proceso de segregación y altas tasas de desempleo, bajos ingresos, inseguridad, falta de servicios básicos, alta incidencia de pobreza y escasas oportunidades de participación o ser escuchados equitativamente por las autoridades.

En esas zonas el crimen organizado reúne a jóvenes en con educación de mala calidad y pocos estímulos para mantenerse en la escuela, y propicia numerosas formas de asociación violenta: bandas, pandillas, circulación de mercancías ilegales, drogas y armas, trabajo en actividades criminales, socialización contradictoria a las costumbres de esos asentamientos.

“Hoy les pregunta uno a los niños, oye ¿qué quieres ser de grande? «Yo quiero ser narco», dicen despatarrados cuando expresan ese tipo de cosas, sin mayor escrúpulo. «¡Yo quiero ser narco, traer mi camionetón!, y a mi mamá comprarle una buena casa, darle su dinerito». ¿Y qué tal si te matan? «Si me matan, ojalá no antes de que yo le dé todo eso que mi mamá necesita»”, señala el estudio.

El involucramiento de niñas, niños y adolescentes es una “excelente inversión” para los grupos delictivos: la constante necesidad de pertenecer a un grupo que les brinde protección, el sustituto o equivalente a una familia, la disposición al peligro al sentir la adrenalina y el poder, las drogas, armas, autos y otros lujos hacen que quieran permanecer en esos grupos delincuenciales.

Además, el Sistema de Justicia Penal para Adolescentes tiene ciertas ventajas explotadas por los grupos delictivos: la utilización y reclutamiento de menores resulta particularmente benéfico y redituable debido a que, en caso de ser detenidos se les dota de asesoría jurídica gratuita especializada, los delitos prescriben pronto, las sentencias tienen una duración máxima de cinco años.

Y, como beneficio derivado no hay vinculación entre el Sistema de Justicia para Adolescentes y el de adultos, por lo que quienes entre los 12 y 18 años cometen un ilícito son sentenciados por un mínimo de tiempo, y durante los últimos años se ha observado una persistencia de esa práctica por parte de los grupos delictivos.

La estimación presentada en este capítulo debe alertar que en México existe un gran número de niñas, niños y adolescentes cuyas realidades les impiden ejercer sus derechos y desarrollarse de manera adecuada. Los indicadores de vulnerabilidad, amenaza y riesgo muestran que un número importante de este grupo etario puede ver incrementada la probabilidad de ser reclutados o utilizados por grupos delictivos.

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Cuando el estrés se vuelve hogar

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En una mente estresada por años, el silencio se vuelve territorios peligrosos ocultando el verdadero mal

Conciencia Saludablemente

Por. Psicol. Alex Barrera

Hubo un tiempo en el que el estrés era una señal de alarma: algo no estaba bien y el cuerpo pedía pausa. Hoy, para muchas personas, el estrés dejó de ser un estado pasajero y se convirtió en una forma de vida. Muchas personas sin darse cuenta aprendieron a vivir aceleradas, hiperconectadas y con la sensación constante de que, si no estamos ocupados o tensos, estamos fallando en algo. El problema no es solo vivir con estrés, sino volverse incapaz de vivir sin él.

Durante años hemos aprendido a vivir con el estrés como si fuera una condición natural de la adultez. “Así es la vida”, decimos, mientras normalizamos el cansancio crónico, la ansiedad constante y la sensación de que, si no estamos ocupados, algo anda mal. Poco a poco, sin darnos cuenta, dejamos de preguntarnos si el estrés es inevitable y comenzamos a organizarnos alrededor de él. El problema no es sólo que vivamos estresados, sino que a de que sabemos que existe, no sabemos ni como reconocerlo, es decir, sabemos que existe el estrés, pero no sabemos cómo se siente el estrés, y mucho menos como detenerlo, aunque suene duro muchos hemos desarrollado una incapacidad real para vivir sin estrés.

Y es que cuando el estrés se normaliza, el silencio incomoda. Los espacios de calma generan culpa y la tranquilidad se interpreta como pérdida de tiempo incluso hay quien al intentar detenerlo se encuentra con la respuesta automática del cerebro una rotunda negativa, como si el propio cuerpo se negara a abandonar ese estado. Y lo grave es que aunque el cerebro lo haya normalizado, el generar estrés mantiene los mecanismos del naturales del cuerpo provocando daños clínicos en la salud de las personas.

No hablo del estrés como respuesta adaptativa —ese mecanismo biológico que nos permite reaccionar ante una amenaza real—, sino de un estado permanente de activación que se vuelve identidad. Hay personas que no saben qué hacer cuando no hay pendientes, conflictos o urgencias. El silencio les incomoda. El descanso les genera culpa. La calma se percibe como improductiva, sospechosa, incluso peligrosa. En ese punto, el estrés deja de ser una reacción y se convierte en una forma de vida.

Desde la psicología sabemos que el cuerpo no distingue entre una amenaza real y una simbólica. El sistema nervioso responde igual a un león que a un correo electrónico. Cuando vivimos en estado de alerta constante, el organismo se adapta a esa intensidad. El cortisol y la adrenalina se mantienen elevados y, con el tiempo, el cuerpo aprende a funcionar así. Entonces ocurre algo paradójico: la calma empieza a sentirse extraña, y el estrés se vuelve familiar. Incluso necesario.

Esto explica por qué algunas personas, al tener un fin de semana libre, se enferman, se angustian o buscan inconscientemente un conflicto. No es mala suerte: es un sistema nervioso que no sabe bajar la guardia. La mente, acostumbrada al ruido, interpreta la quietud como vacío. Y el vacío, para muchos, resulta insoportable.

La cultura contemporánea ha hecho del estrés una medalla de honor. Estar ocupados es sinónimo de éxito. Dormir poco es señal de compromiso. Decir “no tengo tiempo” nos valida socialmente. Hemos romantizado el agotamiento al punto de sospechar de quien vive con calma. ¿Qué estará haciendo mal? ¿Por qué no corre como los demás? Así, el estrés deja de ser un problema y se vuelve un valor cultural.

Pero el cuerpo no negocia con las narrativas sociales. El estrés sostenido tiene consecuencias claras: trastornos del sueño, problemas digestivos, enfermedades cardiovasculares, irritabilidad, dificultades de concentración, distanciamiento social, ansiedad y depresión. Lo más grave es que muchas de estas señales se ignoran porque se consideran “normales”. Vivir cansados se vuelve la norma. Sentirse mal, el precio a pagar.

Hay otro aspecto menos visible pero igual de dañino: el estrés constante empobrece la vida emocional. Cuando estamos siempre en modo supervivencia, no hay espacio para el placer, la creatividad ni la introspección. Todo se vuelve funcional. Incluso las relaciones. Escuchamos a medias, convivimos con prisa, respondemos desde la reactividad. Vivir así no sólo desgasta el cuerpo; también nos desconecta de nosotros mismos.

Con frecuencia escucho frases como: “Si me relajo, pierdo el control”, “Si descanso, me atraso”, “Si bajo el ritmo, todo se desmorona”” Hay que seguir” y la más atros “Puedo con eso y más”, todas ellas de personas que puedo ver están a punto de desmoronarse. Detrás de ellas hay una creencia profunda: la idea de que sólo somos valiosos cuando estamos produciendo o resolviendo problemas. El estrés, entonces, se convierte en una forma de sostener la autoestima. Mientras estoy ocupado, existo. Cuando paro, me enfrento al vacío de no saber quién soy sin la urgencia.

En ese sentido, la incapacidad de vivir sin estrés no es sólo fisiológica; es también psicológica. El estrés funciona como anestesia. Mantiene la mente ocupada y evita preguntas incómodas: ¿estoy donde quiero estar?, ¿esto me hace sentido?, ¿qué estoy evitando sentir? Cuando bajamos el ritmo, esas preguntas aparecen. Y no siempre estamos preparados para escucharlas.

La ironía es que muchas personas buscan “manejar mejor el estrés” sin cuestionar por qué viven en un estado que lo genera de manera permanente han olvidado siquiera como se sentían, y casi puedo asegurar que ya ni siquiera lo distinguen. Hacemos yoga, meditamos cinco minutos, tomamos suplementos… pero regresamos a la misma lógica de exigencia. No se trata de eliminar el estrés —eso sería imposible—, sino de dejar de necesitarlo para sentirnos vivos.

Incluso el cerebro puede interpretar como amenazantes los ejercicios orientados a la calma y la relajación cuando ha pasado demasiado tiempo funcionando en modo de alerta. Desde la neurociencia sabemos que el sistema nervioso se adapta a los estados que se repiten con mayor frecuencia; si una persona vive bajo estrés crónico, su cerebro aprende que la activación constante es sinónimo de seguridad.

En ese contexto, prácticas como la respiración profunda, la meditación o el silencio corporal pueden generar incomodidad, ansiedad o inquietud, porque implican “bajar la guardia”. Al disminuir la estimulación externa, emergen sensaciones internas, emociones reprimidas o pensamientos evitados, lo que el cerebro interpreta como pérdida de control.

La amígdala, encargada de detectar amenazas, puede activarse ante esta quietud desconocida, enviando señales de alarma que se manifiestan como nerviosismo, tensión muscular o necesidad urgente de interrumpir el ejercicio. No es que la calma sea peligrosa, sino que resulta extraña para un sistema acostumbrado a sobrevivir desde la urgencia. Por ello, aprender a relajarse no siempre es placentero al inicio; es un proceso de reaprendizaje en el que el cerebro necesita tiempo y acompañamiento para reconocer que el descanso también es un estado seguro.

Aprender a vivir sin estrés no significa abandonar responsabilidades ni aspiraciones. Significa recuperar la capacidad de alternar entre acción y reposo reconociendo conscientemente cual es cual. Dejar que el sistema nervioso recuerde que la calma también es segura. Que no todo es amenaza. Que no todo es urgente. Que el descanso no es un premio, sino una necesidad biológica y emocional y de usar herramientas que me permitan disminuir el estrés en momentos precisos de la vida.

Este reaprendizaje no es sencillo. Para alguien acostumbrado a la hiperactividad, el descanso puede generar ansiedad, irritabilidad o incluso tristeza. Es como quitarle una muleta al cuerpo: al principio duele. Por eso, muchas personas fracasan en sus intentos de bajar el ritmo y concluyen que “no pueden”. No es que no puedan; es que están deshabituándose de un estado que se volvió adictivo.

Aquí es donde la terapia psicológica cobra un papel fundamental. No sólo para enseñar técnicas de relajación, sino para explorar qué función cumple el estrés en la vida de la persona. ¿Qué evita? ¿Qué sostiene? ¿Qué identidad refuerza? Acompañar este proceso permite construir una relación más sana con el tiempo, el cuerpo y las emociones.

Vivir sin estrés constante no es una utopía, pero sí un acto contracultural. Implica cuestionar mandatos, tolerar la incomodidad del silencio y redefinir el valor personal más allá del rendimiento. Implica, en muchos casos, aceptar que hemos estado sobreviviendo cuando podríamos estar viviendo.

Tal vez la pregunta no sea cómo eliminar el estrés, sino algo más incómodo y honesto: ¿qué parte de mí no sabe existir sin él? Mientras no nos atrevamos a responderla, seguiremos corriendo, no porque sea necesario, sino porque detenernos nos confronta con una calma que aún no sabemos habitar.

**Además de 10 años de experiencia como comunicólogo, ejerciendo el periodismo. Alex Barrera es también psicólogo por la UNAM con profundización en desarrollo.
Actualmente brinda terapia clínica con enfoque Biopsicosocial de manera privada.


Si le interesa el tema puede profundizar en los siguientes textos:
American Psychological Association. (2020). Stress effects on the body.
https://www.apa.org/topics/stress/body

Describe cómo el estrés crónico mantiene al sistema nervioso en estado de alerta y dificulta la activación de respuestas de relajación.

Porges, S. W. (2011). The polyvagal theory: Neurophysiological foundations of emotions, attachment, communication, and self-regulation. W. W. Norton & Company.
https://wwnorton.com/books/9780393707007

Explica cómo el sistema nervioso autónomo puede interpretar estados de calma como inseguros cuando el organismo está habituado a la hiperactivación.

Van der Kolk, B. (2014). The body keeps the score: Brain, mind, and body in the healing of trauma. Viking.
https://www.penguinrandomhouse.com/books/215391/the-body-keeps-the-score-by-bessel-van-der-kolk-md/

Aborda cómo personas con estrés prolongado o trauma pueden experimentar ansiedad al intentar relajarse o meditar.

Thayer, J. F., & Lane, R. D. (2000). A model of neurovisceral integration in emotion regulation and dysregulation. Journal of Affective Disorders, 61(3), 201–216.
https://doi.org/10.1016/S0165-0327(00)00338-4

Expone cómo la regulación emocional deficiente hace que el sistema nervioso perciba la calma como una pérdida de control.

Treleaven, D. A. (2018). Trauma-sensitive mindfulness: Practices for safe and transformative healing. W. W. Norton & Company.
https://wwnorton.com/books/9780393709780

Analiza por qué prácticas de mindfulness pueden activar ansiedad en personas con sistemas nerviosos hipervigilantes.

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El lado oscuro de la navidad: una mirada psicológica a la depresión invernal

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Detrás de la mercadotecnia de la época de paz en el mundo, la cifra de suicidios se eleva

Conciencia Saludablemente

Por Psicol. Alex Barrera**

Cada año, cuando el invierno comienza a instalarse y los días se acortan, noto un cambio sutil pero profundo en muchas de las personas, lo cual inevitablemente a mi parecer crea una bruma en todo el ambiente, y es que mientras la gran maquinaria de la mercadotecnia nos vende un espacio de amor, familia y entornos diseñados a modo para fomentar el espíritu de dar y recibir, la realidad es que muchas veces esto es la máscara que oculta, lo que no queremos saber, pero que nuestro cerebro ya sabe. Y no es otra cosa sino la reacción biológica natural que nos alinea con la naturaleza, invierno significa el final.

Y no, no es fatalismo, es la naturaleza terminando un ciclo, es por eso que durante el invierno muchos animales se retiran a descansar, los arboles desojados esperan pacientes para poder reverdecer, la luz del día es menos, y por supuesto los seres humanos experimentamos cambios que desafortunadamente intentamos ignorar debido a que cada día nos alejamos más y más de lo natural, pensando con la soberbia que solo el razonamiento nos puede dar, que si la luz del sol se va, nosotros podemos llenarla con pequeñas luces artificiales, que se venden en aquellos puestos que ocupan miles de esquinas en el país.

Pero dejemos el romanticismo y la filosofía de lado y para no abrumarle entremos de lleno a lo que quiero en este espacio, comentarle a usted, que se toma el tiempo de leer estas líneas y es que, si hablamos de los síntomas del invierno, incluso yo, como especialista en salud mental debo confesar que experimento cierta variación en mi nivel de energía y claridad emocional.

Así pues, le hablaré de las cosas por su nombre, lo que muchas personas experimentamos no se trata simplemente de “mal humor por el frío”, sino de un fenómeno ampliamente documentado: la depresión invernal, también conocida como Trastorno Afectivo Estacional (TAE). Aunque a veces se percibe como una exageración o un invento moderno, la ciencia ha demostrado que es una condición real y prevalente, estrechamente vinculada a los ciclos de luz y a la respuesta biológica de nuestro organismo.

La American Psychological Association (APA) explica que el TAE aparece cuando la disminución de luz solar altera nuestros ritmos circadianos, los cuales funcionan como un reloj interno que regula funciones tan esenciales como el sueño, el apetito, la energía y el estado de ánimo. Cuando ese reloj se desajusta, aumentan la melatonina —la hormona del sueño— y disminuyen los niveles de serotonina, vinculada al bienestar. El resultado es una combinación de fatiga, desmotivación, tristeza persistente, irritabilidad, dificultades de concentración y, en algunos casos, un fuerte deseo de aislamiento social.

Observando desde un ángulo clínico, lo más complejo de la depresión invernal no es sólo la sintomatología, sino la forma en que suele ser minimizada. Muchas personas que pasan por este tipo de situaciones se expresan diciendo: “Debe ser flojera”, “Solo necesito echarle ganas”, “Es normal, a todos nos cae pesado el invierno”. Y aunque es cierto que los cambios estacionales influyen en nuestro ánimo, no debemos normalizar un malestar que interfiere en la vida cotidiana. Reconocer que algo no está bien permite atenderlo y evitar que el evento evolucione hacia formas más severas por ejemplo caer en depresión.

Es importante señalar que algunas personas tienen mayor vulnerabilidad biológica a este trastorno. Investigaciones del National Institute of Mental Health (NIMH) indican que quienes viven lejos del ecuador, en regiones donde el invierno tiene menor exposición solar, presentan tasas más altas de TAE. Además, quienes tienen antecedentes de depresión mayor suelen ser más sensibles a las variaciones de luz. Esto no significa que sea inevitable, sino que debemos prestar especial atención a los primeros síntomas.

En terapia, he observado que uno de los desafíos más grandes es el impacto en la percepción personal: quienes viven depresión invernal suelen sentirse “culpables” de no rendir igual, de no tener la misma energía o motivación que en otras épocas. Explicarles el componente biológico, ese juego de hormonas, luz y ritmos internos, les ayuda a comprender que no se trata de una falla personal, sino de un proceso fisiológico que puede regularse con estrategias adecuadas. Probablemente es por ello que muchas personas no son capaces de aceptar que están pasando por un mal momento, incluso ni siquiera lo reconocer, y tapan este tipo de sentimientos con conductas dañinas que curiosamente son fomentadas con el falso espíritu de la navidad, por ejemplo las compras excesivas, o el descontrol en los hábitos alimenticios.

Aun cuando se supone que la temporada enaltece virtudes como la paz, el amor, y la fraternidad, resulta preocupante observar que la disminución de luz natural y la carga emocional invernal coinciden con un aumento sostenido de suicidios en México, en donde para 2023 se registraron 8 mil 837 suicidios, lo que representa una tasa de 6.8 por cada 100 mil habitantes, una cifra más alta que la de años previos, según el INEGI. Estos datos sugieren que la temporada de oscuridad, soledad o desánimo puede agravar la vulnerabilidad psicológica (especialmente en personas predispuestas) y transformar la tristeza estacional en crisis profundas.

Sobre esto existen métodos que pueden ayudar a reducir el riesgo de padecer TAE, ninguno de ellos tan efectivo como la atención psicológica profesional. Un especialista de la salud puede evaluar el nivel del problema además el acompañamiento terapéutico brinda herramientas para detectar pensamientos suicidas, regular el estado de ánimo y reconstruir el bienestar emocional en los meses más oscuros del año.

Algunas acciones cotidianas contribuyen significativamente a reducir el impacto del TAE. Por ello, aquí te comparto tres recomendaciones basadas en evidencia para prevenir o disminuir la depresión invernal:

1) Exponte diariamente a la luz solar entre 5 y 10 minutos, siempre con la protección adecuada.
Salir por la mañana, abrir cortinas, caminar un poco o simplemente recibir la luz directa del gran astro ayuda a regular la serotonina y el reloj biológico. Puede parecer un gesto mínimo, pero su impacto es notable cuando se vuelve parte de la rutina, eso sí, no olvides el bloqueador solar y los lentes con filtro UV.

2) Mantén horarios regulares de sueño y actividad física.
Tu cuerpo necesita estabilidad cuando la luz es escasa. Dormir a horas similares y realizar ejercicio —aunque sea ligero— mejora la energía, la regulación emocional y el descanso nocturno. Aun si la noche dura más tiempo que el día es importante mantener la rutina.

3) Cultiva espacios de conexión social, incluso si la apatía te invita al aislamiento.
El invierno tiende a encerrarnos, pero el contacto humano funciona como un amortiguador emocional. Conversar con alguien, compartir actividades o participar en grupos de apoyo contribuye a mejorar el estado de ánimo.

Y, sobre todo, recuerda que la terapia psicológica es un acompañamiento fundamental durante esta temporada. No solo ofrece un espacio seguro para explorar lo que sientes, sino que te brinda herramientas para comprender tus ciclos internos, reorganizar rutinas, manejar pensamientos negativos y fortalecer tu resiliencia. En los meses más fríos del año, cuando el mundo parece apagarse un poco, la terapia se convierte en un punto de luz que ayuda a atravesar el invierno con mayor claridad y bienestar. Y no olvides que el invierno es el final que marca el inicio de algo nuevo, la navidad no sólo es época de dar y recibir, sino que también amerita un tiempo de introspección para disminuir el ritmo y reflexionar sobre lo que finalizamos y como queremos comenzar el nuevo ciclo.

**Además de 10 años de experiencia como comunicólogo, ejerciendo el periodismo. Alex Barrera es también psicólogo por la UNAM con profundización en desarrollo Humano.
Actualmente brinda terapia clínica con enfoque Biopsicosocial.

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Para más información del tema puede consultar:

Textos de Interes

American Psychiatric Association. (2013). Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (5.ª ed.). Washington, D.C.: Author.
(Para la definición clínica del Trastorno Afectivo Estacional como especificador del trastorno depresivo mayor.)

Rosenthal, N. E., Sack, D. A., Gillin, J. C., Lewy, A. J., Goodwin, F. K., Davenport, Y., … & Wehr, T. A. (1984). Seasonal Affective Disorder: A description of the syndrome and preliminary findings with light therapy. Archives of General Psychiatry, 41(1), 72–80.
(Estudio pionero que define la depresión invernal y su relación con la luz.)

Melrose, S. (2015). Seasonal Affective Disorder: An Overview of Assessment and Treatment Approaches. Depression Research and Treatment, 2015, 1–6.
(Revisión general sobre causas, síntomas y tratamiento del TAE.)

Partonen, T., & Lönnqvist, J. (1998). Bright light improves vitality and alleviates distress in healthy people. Journal of Affective Disorders, 46(1), 175–181.
(Evidencia científica del impacto de la luz en el estado de ánimo.)

Rohan, K. J., Roecklein, K. A., & Haaga, D. A. F. (2009). Cognitive-behavioral therapy for seasonal affective disorder: A randomized controlled trial. American Journal of Psychiatry, 166(5), 503–510.
(Estudio que valida la efectividad de la terapia psicológica para el TAE.)

Lewy, A. J. (2007). Circadian misalignment in mood disturbances. Current Psychiatry Reports, 9(6), 517–522.
(Base científica sobre ritmos circadianos y trastornos del estado de ánimo.)

Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). (2023). Estadísticas a propósito del día mundial para la prevención del suicidio.
(Fuente de la cifra: 8,837 suicidios y tasa de 6.8 por cada 100 mil habitantes en México.)

Lam, R. W., & Levitt, A. J. (1999). Canadian Consensus Guidelines for the Treatment of Seasonal Affective Disorder. Clinical & Academic Publishing.
(Guía clínica que respalda intervenciones terapéuticas para depresión invernal.)

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