Fé & Religión
III DOMINGO DE PASCUA LA APARICION DE JESUS: LOS DISCIPULOS PESCANDO
Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo.
Hechos 5, 27b-32. 40b-41
El sumo sacerdote interrogó a los apóstoles, diciendo:
«¿No os habíamos ordenado formalmente no enseñar en ese Nombre? En cambio, habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y queréis hacernos responsables de la sangre de ese hombre».
Pedro y los apóstoles replicaron:
«Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero. Dios lo ha exaltado con su diestra, haciéndolo jefe y salvador, para otorgar a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que lo obedecen».
Prohibieron a los apóstoles hablar en nombre de Jesús, y los soltaron. Ellos, pues, salieron del Sanedrín contentos de haber merecido aquel ultraje por el Nombre.
Salmo 29, 2 y 4. 5 y 6. 11 y 12a y 13b
Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.
Te ensalzaré, Señor, porque me has librado y no has dejado que mis enemigos se rían de mí.
Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa.
Tañed para el Señor, fieles suyos, celebrad el recuerdo de su nombre santo; su cólera dura un instante; su bondad, de por vida; al atardecer nos visita el llanto; por la mañana, el júbilo.
Escucha, Señor, y ten piedad de mí; Señor, socórreme.
Cambiaste mi luto en danzas.
Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre.
Digno es el Cordero degollado de recibir el poder y la riqueza.
Apocalipsis 5, 11-14
Yo, Juan, miré, y escuché la voz de muchos ángeles alrededor del trono, de los vivientes y de los ancianos, y eran miles de miles, miríadas de miríadas, y decían con voz potente:
«Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza».
Y escuché a todas las criaturas que hay en el cielo, en la tierra, bajo la tierra, en el mar —todo cuanto hay en ellos—, que decían:
«Al que está sentado en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos».
Y los cuatro vivientes respondían:
«Amén».
Y los ancianos se postraron y adoraron.
Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado.
Juan 21, 1-19
Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera:
Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, apodado el Mellizo; Natanael, el de Caná de Galilea; los Zebedeos y otros dos discípulos suyos.
Simón Pedro les dice:
«Me voy a pescar».
Ellos contestan:
«Vamos también nosotros contigo».
Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús.
Jesús les dice:
«Muchachos, ¿tenéis pescado?».
Ellos contestaron:
«No».
Él les dice:
«Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis».
La echaron, y no podían sacarla, por la multitud de peces. y aquel discípulo a quien Jesús amaba le dice a Pedro:
«Es el Señor».
Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos doscientos codos, remolcando la red con los peces.
Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan.
Jesús les dice:
«Traed de los peces que acabáis de coger».
Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red.
Jesús les dice:
«Vamos, almorzad».
Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado.
Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos después de resucitar de entre los muertos.
Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro:
«Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?».
Él le contestó:
«Sí, Señor, tú sabes que te quiero».
Jesús le dice:
«Apacienta mis corderos».
Por segunda vez le pregunta:
«Simón, hijo de Juan, ¿me amas?».
Él le contesta:
«Sí, Señor, tú sabes que te quiero».
Él le dice:
«Pastorea mis ovejas».
Por tercera vez le pregunta:
«Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?».
Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez:
«¿Me quieres?»
Y le contestó:
«Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero».
Jesús le dice:
«Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras».
Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió:
«Sígueme».
Los Apóstoles son los «testigos» privilegiados del ministerio, la muerte y resurrección del Señor. Nuestra fe se apoya en su valiente testimonio, puesto a prueba después de la experiencia de Pentecostés. La fuerza y la guía del Espíritu Santo les impulsó a salir sin miedo a las calles de Jerusalén para anunciar el misterio de Cristo, por el que Dios reconcilió a toda la humanidad. La llamada a la conversión resuena en Pascua con tanta fuerza o más que en cualquier otro tiempo litúrgico.
También nosotros, como los Apóstoles, estamos llamados a testimoniar al amor de Dios por la humanidad, un amor que le movió a enviarnos a su Hijo querido para que nos mostrara con la mayor claridad posible la grandeza de este amor y su firme voluntad de salvarnos, incluso pagando un precio muy alto. Como decía Hans Urs von Balthasar, «solo el amor es digno de fe». Dios es digno de ser creído porque en el misterio pascual nos ha mostrado hasta qué punto ama a la humanidad y a cada uno de los miembros que la componemos. Quien ha experimentado en su vida la grandeza de este amor, no puede sino volverse a Dios de todo corazón y corresponderle con todo su ser.
Testigos: El Espíritu y la Comunidad.
La primera lectura nos presenta el discurso de defensa que Pedro hace ante el Sanedrín judío, que ha comenzado a perseguir a los primeros cristianos, después que los saduceos y las clases sacerdotales (los verdaderos responsables también de la condena de Jesús) se han percatado de que lo que el Nazareno trajo al pueblo no lo habían logrado hacer desaparecer con su muerte. Los discípulos, que comenzaron tímidamente a anunciar el evangelio, van perdiendo el miedo y están dispuestos a dar razón de su fe y de su nuevo modo de vida. Fueron encarcelados y lograron su libertad misteriosamente.
Para dar razón de su fe, de nuevo, recurren al kerygma que anuncia con valentía la muerte y la resurrección de Jesús, con las consecuencias que ello supone para los responsables judíos que quisieron oponerse a los planes de Dios. La resurrección, pues, no es ya solamente que Jesús ha resucitado y ha sido constituido Salvador de los hombres, sino que “implica” también que su causa continúa adelante por medio de sus discípulos que van comprendiendo mucho mejor lo que el Maestro les enseñó. Esta es una expresión que ha marcado algunas de las interpretaciones sobre el acontecimiento y que no ha sido admitida. Pero en realidad se debe tomar en consideración.
No podemos centrarnos solamente en el “hecho” de la resurrección en la persona de Jesús, sino que también debemos considerar que la resurrección de Jesús cambia la vida y el horizonte de sus discípulos. Y esto es muy importante igualmente, ya que sin ello, si bien se proclame muchas veces que “Jesús ha sido resucitado” no se hubiera ido muy lejos. Es decir, la resurrección de Jesús también da una identidad definitiva a la comunidad cristiana. Ahora la causa de Jesús les apasiona, les fascina, y logran dar un sentido a su vida, que es, fundamentalmente, “anunciar el evangelio”.
Liturgia pascual en el cielo.
La segunda lectura nos narra una segunda visión del iluminado de Patmos, en la que se adentra en el santuario celeste (una forma de hablar de una experiencia intensa de lo divino y de la salvación) donde está Dios y donde aparece una figura clave del Apocalipsis: el cordero degollado, que es el Señor crucificado, aunque ya resucitado. Con él estaba toda la plenitud de la vida y del poder divino, como lo muestra el número siete: siete cuernos y siete espíritus.
La visión, pues, es la liturgia cósmica (en realidad todo el libro del Apocalipsis es una liturgia) del misterio pascual, la celebración y aclamación del misterio de la muerte y resurrección del Señor. Toda la liturgia cristiana celebra ese misterio pascual y por medio de la liturgia los hombres nos trasladamos a aquello que no se puede expresar más que en símbolos. Pero para celebrar y vivir lo que se ha hecho por nosotros.
La Resurrección, experiencia de amor.
El evangelio de este domingo, como todo Jn 21, es muy probablemente un añadido a la obra cuando ya estaba terminada. Pero procede de la misma comunidad joánica, pues contiene su mismo estilo, lenguaje y las mismas claves teológicas. El desplazamiento de Jerusalén al mar de Tiberíades nos sitúa en un clima anterior al que les obligó a volver a Jerusalén después de los acontecimientos de la resurrección. Quiere ser una forma de resarcir a Pedro, el primero de los apóstoles, de sus negaciones en el momento de la Pasión. Es muy importante que el “discípulo amado”, prototipo del seguidor de Jesús hasta el final en este evangelio, detecte la presencia de Jesús el Señor y se lo indique así a los demás. Es un detalle que no se debe escapar, porque como muchos especialistas leen e interpretan, no se trata de una figura histórica, ni del autor del evangelio, sino de esa figura prototipo de fe y confianza para aceptar todo lo que el Jesús de San Juan dice en este escrito maravilloso.
Pedro, al contrario que en la Pasión, se tira al agua, “a su encuentro”, para arrepentirse por lo que había oscurecido con sus negaciones. Parece como si todo Jn 21 hubiera sido escrito para reivindicar a Pedro; es el gran protagonista, hasta el punto de que él sólo tira de la red llena de lo que habían pescado para dar a entender cómo está dispuesto ahora a seguir hasta el final al Señor. Pero no debemos olvidar que es el “discípulo amado” (v. 7) el que delata o revela situación. Si antes se ha hablado de los Zebedeos, no quiere decir que en el texto “el discípulo amado” sea uno de ellos. Es el discípulo que casi siempre acierta con una palabra de fe y de confianza. Es el que señala el camino, el que descubre que “es el Señor”. Y entonces Pedro… se arroja.
El relato nos muestra un cierto itinerario de la resurrección, como Lucas 24,13-35 con los discípulos de Emaús. Ahora las experiencias de la resurrección van calando poco a poco en ellos; por eso no se les ocurrió preguntar quién era Jesús: reconocieron enseguida que era el Señor que quería reconducir sus vidas. De nuevo tendrían que abandonar, como al principio, las redes y las barcas, para anunciar a este Señor a todos los hombres. También hay una “comida”, como en el caso de Lc 24,13ss, que tiene una simbología muy determinada: la cena, la eucaristía, aunque aquí parezca que es una comida de “verificación” de que verdaderamente era el Señor resucitado. Probablemente el relato de Lc 24 es más conseguido a nivel literario y teológico. En todo caso los discípulos descubrieron al Señor como el resucitado por ciertos signos que habían compartido con El.
Todo lo anterior, pues, prepara el momento en que el Señor le pide a Pedro el testimonio de su amor y su fidelidad, porque a él le debe encomendar la responsabilidad de la primera comunidad de discípulos. Pedro, pues, se nos presenta como el primero, pero entendido su “primado” desde la experiencia del amor, que es la experiencia base de la teología del evangelio de Juan. Las preguntas sobre el amor, con el juego encadenado entre los verbos griegos fileô y agapaô (amar, en ambos casos) han dado mucho que hablar. Pero por encima de todo, estas tres interpelaciones a Pedro sobre su amor recuerdan necesariamente las tres negaciones de la Pasión (Jn 18,17ss). Con esto reivindica la tradición joánica al pescador de Galilea. Sus negaciones, sus miserias, su debilidad, no impiden que pueda ser el guía de la comunidad de los discípulos. No es el discípulo perfecto (eso para el evangelio joánico es el “discípulos amado”), pero su amor al Señor ha curado su pasado, sus negaciones. En realidad, en el evangelio de Juan todo se cura con el amor. Y esta, pues, es una experiencia fundamental de la resurrección, porque en Tiberíades, quien se hacen presente con sus signos y pidiendo amor y dando amor, es el Señor resucitado.
Juan 21, 1-19
«Jesús les dice: ‘Venid y comed’».
Hoy, tercer Domingo de Pascua, contemplamos todavía las apariciones del Resucitado, este año según el evangelista Juan, en el impresionante capítulo veintiuno, todo él impregnado de referencias sacramentales, muy vivas para la comunidad cristiana de la primera generación, aquella que recogió el testimonio evangélico de los mismos Apóstoles.
Éstos, después de los acontecimientos pascuales, parece que retornan a su ocupación habitual, como habiendo olvidado que el Maestro los había convertido en “pescadores de hombres”. Un error que el evangelista reconoce, constatando que —a pesar de haberse esforzado— «no pescaron nada» (Jn 21,3). Era la noche de los discípulos. Sin embargo, al amanecer, la presencia conocida del Señor le da la vuelta a toda la escena. Simón Pedro, que antes había tomado la iniciativa en la pesca infructuosa, ahora recoge la red llena: ciento cincuenta y tres peces es el resultado, número que es la suma de los valores numéricos de Simón (76) y de ikhthys (=pescado, 77). ¡Significativo!
Así, cuando bajo la mirada del Señor glorificado y con su autoridad, los Apóstoles, con la primacía de Pedro —manifestada en la triple profesión de amor al Señor— ejercen su misión evangelizadora, se produce el milagro: “pescan hombres”. Los peces, una vez pescados, mueren cuando se los saca de su medio. Así mismo, los seres humanos también mueren si nadie los rescata de la oscuridad y de la asfixia, de una existencia alejada de Dios y envuelta de absurdidad, llevándolos a la luz, al aire y al calor de la vida. ¿De qué vida? De la vida de Cristo, que él mismo alimenta desde la playa de su gloria, figura espléndida de la vida sacramental de la Iglesia y, primordialmente, de la Eucaristía. En ella el Señor da personalmente el pan y, con él, se da a sí mismo, como indica la presencia del pez, que para la primera comunidad cristiana era un símbolo de Cristo y, por tanto, del cristiano.
«Y habiendo comido delante de ellos, tomó las sobras y se las dio. Para demostrarles la veracidad de su resurrección, se dignó a comer con ellos, para que viesen que había resucitado de una manera real, y no de un modo imaginario» (San Beda)
«¿Cuál es hoy la mirada de Jesús sobre mí? ¿Cómo me mira Jesús? ¿Con una llamada? ¿Con un perdón? ¿Con una misión? Estamos todos bajo la mirada de Jesús. Él mira siempre con amor. Nos pide algo y nos da una misión» (Francisco)
«El encuentro con Jesús resucitado se convierte en adoración: ‘Señor mío y Dios mío’ (Jn 20,28). Entonces toma una connotación de amor y de afecto que quedará como propio de la tradición cristiana: ‘¡Es el Señor!’ (Jn 21,7)» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 448)
EL SEÑOR LES DA LA PAZ
Fuente: Jorge Armando Giron Sosa

Fé & Religión
SOMO TEMPLO DE DIOS AMEMOS LA CASA DEL PADRE
Ezequiel 47, 1-2.8-9.12:
El ángel me hizo volver a la entrada del templo.
Del zaguán del templo manaba agua hacia levante –el templo miraba a levante–. El agua iba bajando por el lado derecho del templo, al mediodía del altar.
Me sacó por la puerta septentrional y me llevó a la puerta exterior que mira a levante. El agua iba corriendo por el lado derecho.
Me dijo:
«Estas aguas fluyen hacia la comarca levantina, bajarán hasta la estepa, desembocarán en el mar de las aguas salobres, y lo sanearán. Todos los seres vivos que bullan allí donde desemboque la corriente, tendrán vida; y habrá peces en abundancia. Al desembocar allí estas aguas, quedará saneado el mar y habrá vida dondequiera que llegue la corriente.
A la vera del río, en sus dos riberas, crecerán toda clase de frutales; no se marchitarán sus hojas ni sus frutos se acabarán; darán cosecha nueva cada luna, porque los riegan aguas que manan del santuario; su fruto será comestible y sus hojas medicinales.»

Salmo 45
El correr de las acequias alegra la ciudad de Dios, el Altísimo consagra su morada.
Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza, poderoso defensor en el peligro.
Por eso no tememos aunque tiemble la tierra, y los montes se desplomen en el mar.
El correr de las acequias alegra la ciudad de Dios,
el Altísimo consagra su morada.
Teniendo a Dios en medio, no vacila; Dios la socorre al despuntar la aurora.
El Señor de los ejércitos está con nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Jacob.
Venid a ver las obras del Señor,
las maravillas que hace en la tierra: pone fin a la guerra hasta el extremo del orbe.

1 Corintios 3, 9-11.16-17
Hermanos:
Sois edificio de Dios. Conforme al don que Dios me ha dado, yo, como hábil arquitecto, coloqué el cimiento, otro levanta el edificio. Mire cada uno cómo construye.
Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo.
¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?
Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros.
Juan 2, 13-22
Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén.
Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo:
«Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.»
Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora.»
Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron:
«¿Qué signos nos muestras para obrar así?»
Jesús contestó:
«Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.»
Los judíos replicaron:
«Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?»
Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y, cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús.
La fuente de agua viva.
Ezequiel es un profeta de visiones extraordinarias que mira al Templo, la casa de Dios, como fuente de aguas que han de llegar hasta el abismo de la Arabá, del Mar Muerto, para que vuelva a nacer un nuevo paraíso. El manantial del templo que el profeta posexílico nos describe en este c. 47 ha encendido una inspiración sublime. Los discípulos ordenaron su obra, sus oráculos e inspiraciones y ésta es la última visión del profeta, antes de ofrecer una lista final de las tribus (c. 48). Tiene esta visión unas conexiones muy refinadas y particulares con el c. 37 sobre la efusión del Espíritu. Agua y Espíritu vienen a vivificar al pueblo que vive “desierto” o alejado de Dios. El desierto rodea al pueblo de la Biblia y las aguas del paraíso (Gn 2, 10-14) han sido siempre una nostalgia en la teología profética del Antiguo Testamento.
El agua que mana, al lado del altar, se hace un río hacia Oriente, hacia el desierto de Judea porque es agua divina, regalo de Dios para el desierto y el destierro de su pueblo. La imagen de que esta agua ha de llegar a las aguas fétidas y mortíferas del Mar Muerto es todo un canto y una inspiración de los dones divinos. Donde no hay vida, Dios donará vida; donde no hay Espíritu, Dios suscitará algo realmente nuevo. Este profeta, que tiene mucho de sacerdote, no podía menos que imaginar que la fuente estaba en el Templo de la ciudad Santa, la Jerusalén poética que él siempre se imaginó. Pero es, puede ser, un sacerdote profeta; eso significa que no se contenta con ofrecer sacrificios a Dios en nombre del pueblo y que todo siga igual. Propone la visión de un Dios que “ofrece” agua para la vida.

La comunidad, templo de Dios.
Si extraordinaria es la visión de Ezequiel, no es menos original la teología del “templo” que nos ofrece Pablo en estos versos de 1Cor: Pero ¡qué diferencia! Ahora no hay templo, ni altar, sino el “cuerpo” y el “espíritu”. Sobre estos símbolos bien significantes se carga todo el peso de una teología cristiana que es un descubrimiento sin precedentes. En todo caso sería una deducción de que el ser humano ha sido creado a imagen de Dios. El hombre, la persona, es “un cuerpo”, material y espiritual a la vez. El cuerpo nos identifica, nos personaliza, pero también nos lleva a la muerte si es un cuerpo “sin espíritu”.
¿Qué podemos inferir de la lectura? Que la presencia Dios en el mundo se realiza, sobre todo y ante todo, por nosotros, por nuestro cuerpo, por nuestra historia. Somos nosotros, según esta teología -sin caer en panteísmo alguno-, presencia viva del Dios vivo. Y como que Pablo está hablando en sentido plural, de la comunidad que no es otra que la de Corinto, podemos hacer la misma aplicación a la Iglesia. Los corintios están llamados pues, después de la “edificación” que hizo el Apóstol, poniendo como fundamento a Cristo, a ser el templo o santuario de la presencia de Dios por medio de su Espíritu. El edificio, la comunidad, es lo que es, porque está fundamentada en Cristo. Pero son personas las que han hecho posible este santuario de presencia divina. No obstante, la comunidad sin el Espíritu de Dios tampoco sería nada.
Un nuevo templo: una religión más humana.
El relato de la expulsión de los vendedores del templo, en la primera Pascua “de los judíos” que Juan menciona en su obra, es un marco de referencia obligado del sentido de este texto joánico. Este episodio viene a continuación del relato de las bodas de Caná, donde el vacío de la boda lo llena Jesús con el “vino” nuevo sacado del agua. Las tinajas estaban allí para la purificación de los judíos. El relato de la expulsión del Templo se encadena pues a anterior, porque se quiere insistir más en el vacío de una religión, que aunque “celebre” y llene el templo, puede que haya perdido su sentido verdadero y sea necesario algo nuevo. No olvidemos que este episodio ha quedado marcado en la tradición cristiana como un hito, por considerarse como acusación determinante para condenar a muerte a Jesús, unas de las causas inmediatas de la misma. Aunque Juan ha adelantado al comienzo de su actividad, que los otros evangelios proponen al final (Mc 11, 15-17; Mt 21 ,12-13; Lc 19, 45-46), estamos en lo cierto si con ello vemos el enfrentamiento que los judíos van a tener con Jesús. Este episodio no es otra cosa que la propuesta de Jesús de una religión humana, liberadora, comprometida e incluso verdaderamente espiritual.
En el trasfondo también debemos saber ver las claves mesiánicas con las que Juan ha querido presentar este relato, teniendo en cuenta un texto como el de Zac 14, 21 (el deutero-Zacarías) para anunciar el día del Señor. Es de esa manera cómo se construyen algunas ideas de nuestro evangelio: Pascua, religión, mesianismo, culto, relación con Dios, vida, sacrificios. Jesús expulsa propiamente a los animales del culto. No debemos pensar que Jesús la emprende a latigazos con las personas, sino con los animales; Juan es el que subraya más este aspecto. Los animales eran los sustitutos de los sacrificios a Dios. Por tanto, sin animales, el sentido del texto es más claro: Jesús quiere anunciar, proféticamente, una religión nueva, personal, sin necesidad de “sustituciones”. Por eso dice: “Quitad esto de aquí”. No se ha de interpretar, pues, como un acto político-militar como se hizo en el pasado. Es, consideramos, una profecía “en acto”.
El evangelio de Juan, pues, nos presenta esa escena de Jesús que cautiva a mentes proféticas y renovadoras. Desde luego, es un acto profético y no podemos menos de valorarlo de esa forma. En el marco de la Pascua, la gran fiesta religiosa y de peregrinación por parte de los judíos piadosos a Jerusalén. Esta es una escena que no debemos permitir se convierta en tópica; que no podemos rebajarla hasta hacerla asequiblemente normal. Está ahí, en el corazón del evangelio, para ser una crítica de nuestra “religión” sin corazón con la que muchas veces queremos comprar a Dios. Es la condena de ese tipo de religión sin fe y sin espiritualidad, que se ha dado siempre y se sigue dando frecuentemente. Ya Jeremías (7, 11) había clamado contra el templo, porque con ello se usaba el nombre de Dios para justificar muchas cosas. Ahora Jesús, con esta acción simbólico-profética, como hacían los antiguos profetas cuando sus palabras no eran atendidas, quiere llevar a sus últimas consecuencias el que la religión del templo, donde se adora a Dios, no sea una religión de vida sino de… vacío. Por eso mismo, no está condenado el culto y la plegaria de una religión, sino que se haya vaciado de contenido y después no tenga incidencia en la vida.
Aunque Juan es muy atrevido, teológicamente hablando, se está anunciando el cambio de una religión de culto por una religión en la que lo importante es dar la vida los unos por los otros, como se hace al mencionar el “cuerpo” del Jesús que sustituirá al templo. Aquí, con este episodio (aunque no sólo), lo sabemos, Jesús se jugó su vida en “nombre de Dios” y le aplicaron la ley también “en nombre de Dios”. ¿Quién llevaba razón? Como en el episodio se apela a la resurrección (“en tres días lo levantaré”) está claro que era el Dios de Jesús el verdadero y no el Dios de la ley. Esta es una diferencia teológica incuestionable, porque si Dios ha resucitado a Jesús es porque no podía asumir esa muerte injusta. Pero sucede que, a pesar de ello, los hombres seguimos prefiriendo el Dios de la ley, y la religión del templo y de los sacrificios de animales. Jesús, sin embargo, nos ofreció una religión de vida.

Juan 2, 13-22
«Destruid este templo y en tres días lo levantaré»
En esta fiesta universal de la Iglesia, recordamos que aunque Dios no puede ser contenido entre las paredes de ningún edificio del mundo, desde muy antiguo el ser humano ha sentido la necesidad de reservar espacios que favorezcan el encuentro personal y comunitario con Dios. Al principio del cristianismo, los lugares de encuentro con Dios eran las casas particulares, en las que se reunían las comunidades para la oración y la fracción del pan. La comunidad reunida era —como también hoy es— el templo santo de Dios. Con el paso del tiempo, las comunidades fueron construyendo edificios dedicados a las reuniones litúrgicas, la predicación de la Palabra y la oración. Y así es como en el cristianismo, con el paso de la persecución a la libertad religiosa en el Imperio Romano, aparecieron las grandes basílicas, entre ellas San Juan de Letrán, la catedral de Roma.
San Juan de Letrán es el símbolo de la unidad de todas las Iglesias del mundo con la Iglesia de Roma, y por eso esta basílica ostenta el título de Iglesia principal y madre de todas las Iglesias. Su importancia es superior a la de la misma Basílica de San Pedro del Vaticano, pues en realidad ésta no es una catedral, sino un santuario edificado sobre la tumba de San Pedro y el lugar de residencia actual del Papa, que, como Obispo de Roma, tiene en la Basílica Lateranense su catedral.
Pero no podemos perder de vista que el verdadero lugar de encuentro del hombre con Dios, el auténtico templo, es Jesucristo. Por eso, Él tiene plena autoridad para purificar la casa de su Padre y pronunciar estas palabras: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (Jn 2, 19). Gracias a la entrega de su vida por nosotros, Jesucristo ha hecho de los creyentes un templo vivo de Dios. Por esta razón, el mensaje cristiano nos recuerda que toda persona humana es sagrada, está habitada por Dios, y no podemos profanarla usándola como un medio.
«Cuando recordemos la Consagración de un templo, pensemos en aquello que dijo san Pablo: ‘Cada uno de nosotros somos un templo del Espíritu Santo’. Ojalá conservemos nuestra alma bella y limpia, como le agrada a Dios que sean sus templos santos» (San Agustín)
«Hoy, fiesta de la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán, recordemos que el Señor desea habitar en todos los corazones. Incluso si sucede que nos alejamos de Él, al Señor le bastan tres días para reconstruir su templo dentro de nosotros» (Francisco)
«Las Iglesias particulares son plenamente católicas gracias a la comunión con una de ellas: la Iglesia de Roma que preside en la caridad. El Señor hizo de san Pedro el fundamento visible de su Iglesia. Le dio las llaves de ella. El obispo de la Iglesia de Roma, sucesor de san Pedro, es la cabeza del Colegio de los Obispos, Vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia universal en la tierra» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 834 y 936)
EL SEÑOR LES DA LA PAZ
FUENTE: JORGE GIRON SOSA
PRESBÍTERO

Fé & Religión
EL SEÑOR ES EL REY
Eclesiástico 35, 12-14. 16-19a
El Señor es juez, y para él no cuenta el prestigio de las personas.
Para él no hay acepción de personas en perjuicio del pobre, sino que escucha la oración del oprimido.
No desdeña la súplica del huérfano, ni a la viuda cuando se desahoga en su lamento.
Quien sirve de buena gana, es bien aceptado, y su plegaria sube hasta las nubes.
La oración del humilde atraviesa las nubes, y no se detiene hasta que alcanza su destino.
No desiste hasta que el Altísimo lo atiende, juzga a los justos y les hace justicia.
El Señor no tardará.
Salmo 33, 2-3 17-18. 19 y 23
El afligido invocó al Señor, él lo escuchó.
Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren.
El Señor se enfrenta con los malhechores, para borrar de la tierra su memoria.
Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias.
El Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos.
El Señor redime a sus siervos,
no será castigado quien se acoge a él.

2 Timoteo 4, 6-8. 16-18
Querido hermano:
Yo estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente.
He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe.
Por lo demás, me está reservada la corona de la justicia, que el Señor, juez justo, me dará en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que hayan aguardado con amor su manifestación.
En mi primera defensa, nadie estuvo a mi lado, sino que todos me abandonaron. ¡No les sea tenido en cuenta!
Mas el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas para que, a través de mí, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todas las naciones. Y fui librado de la boca del león.
El Señor me librará de toda obra mala y me salvará llevándome a su reino celestial.
A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Lucas 18, 9-14
Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás:
«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:
“¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.
El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo:
“Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.
Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».

El culto que agrada a Dios.
El texto del Eclesiástico, o Sirácida, se enmarca originariamente en la descripción de la verdadera religión. Se pretende poner de manifiesto la relación estrecha que debe haber entre el culto y la vida moral. Por ello aparece, por una parte, la relación entre justicia y plegaria; de ahí que en primer lugar se hable de la rectitud y la justicia del Señor que se preocupa de los pobres y los débiles, de los humildes e indefensos. Y es después cuando se ensalza la plegaria perseverante de quien se siente pobre delante de Dios, de quien necesita de Él por encima de todas las cosas. Pero ¿hay alguien que no necesita de su misericordia y bondad? Dios no tiene preferencias de personas, aunque se preocupe especialmente de los indefensos, y el culto que le agrada debe estar en sintonía con la voluntad sincera de conversión.
La victoria del evangelio.
Leemos el texto de 2 Timoteo en que el autor, como si fuera el mismo Pablo, se nos presenta en los últimos días de su vida, antes del martirio, sintiéndose abandonado de casi todos, pero no está solo: el Señor le acompaña. Es uno de los textos más elocuentes y bellos del epistolario paulino. La tradición es segura en cuanto al martirio del Apóstol de los gentiles, y aquí es descrita como una experiencia martirial. Es como un examen de conciencia evangélico lo que podemos escuchar y meditar en este domingo, que se proyecta elocuentemente en una dimensión sacramental de la vida cristiana, que debe ser una vida verdaderamente apostólica.
Con metáforas e imágenes desbordantes se habla de la muerte como la victoria del evangelio. Se percibe claramente que la muerte del Apóstol no es el final; como tampoco es para nosotros nuestra muerte. Su vida ha sido como una carrera larga, competitiva, por una corona, la de la justicia, que Dios otorga a los que se mantienen fieles. Por otra parte, los elementos autobiográficos de que se encuentra abandonado y en disposición de ser juzgado, son también parte de esa lucha hasta el final de quien ha hecho una opción por el evangelio con todas sus consecuencias. No le preocupa su autodefensa, sino que el evangelio sea conocido en todas partes.
La verdadera religión según Jesús.
El texto del evangelio es una de esas piezas maestras que Lucas nos ofrece en su obra. Es bien conocida por todos esta narración ejemplar (no es propiamente una parábola) del fariseo y el publicano que subieron al templo a orar. No olvidemos el v. 9, muy probablemente obra del redactor, Lucas, para poder entender esta narración: “aquellos que se consideran justos y desprecian a los demás”. Los dos polos de la narración son muy opuestos: un fariseo y un publicano. Es un ejemplo típico de estas narraciones ejemplares en las que se usan dos personajes: el modelo y el anti-modelo. Uno es un ejemplo de religiosidad judía y el otro un ejemplo de perversión para las tradiciones religiosas de su pueblo, sencillamente porque ejerce una de las profesiones malditas de la religión de Israel (colector de impuestos) y se “veía obligado” a tratar con paganos. Es verdad que era un oficio voluntario, pero no por ello perverso. Las actitudes de esta narración “intencionada” saltan a la vista: el fariseo está “de pie” orando; el publicano, alejado, humillado hasta el punto de no atreverse a levantar sus ojos. El fariseo invoca a Dios y da gracias de cómo es; el publicano invoca a Dios y pide misericordia y piedad. El escenario, pues, y la semiótica (estudio de los signos y su significado en la comunicación, analizando cómo los símbolos, gestos, imágenes y palabras generan sentido) de los signos y actitudes están a la vista de todos.
Lo que para Lucas proclama Jesús delante de los que le escuchan es tan revolucionario que necesariamente debía llevarle a la muerte y, sin embargo, hasta un niño estaría de parte de Jesús, porque no es razonable que el fariseo “excomulgue” a su compañero de plegaria. Pero la ceguera religiosa es a veces tan dura, que lo bueno es siempre malo para algunos y lo malo es siempre bueno. Lo bueno es lo que ellos hacen; lo malo lo que hacen los otros. ¿Por qué? Porque la religión del fariseo se fundamenta en una seguridad viciada y se hace monólogo de uno mismo. Es una patología subjetiva envuelta en el celofán de lo religioso desde donde ve a Dios y a los otros como uno quiere verlos y no como son en verdad. En realidad solamente se está viendo a sí mismo. Esto es más frecuente de lo que pensamos. Por el contrario, el publicano tendrá un verdadero diálogo con Dios, un diálogo personal donde descubre su “necesidad” perentoria y donde Dios se deja descubrir desde lo mejor que ofrece al hombre. El fariseo, claramente, le está pasando factura a Dios. Esto es patente y esa es la razón de su religiosidad. El publicano, por el contrario, pide humildemente a Dios su factura para pagarla. El fariseo no quiere pagar factura porque considera que ya lo ha hecho con los “diezmos y primicias” y ayunos, precisamente lo que Dios no tiene en cuenta o no necesita. Eso se han inventado como sucedáneo de la verdadera religiosidad del corazón.
El fariseo, en vez de confrontarse con Dios y con él mismo, se confronta con el pecador; aquí hay un su vicio religioso radical. El pecador que está al fondo y no se atreve a levantar sus ojos, se confronta con Dios y consigo mismo y ahí está la explicación de por qué Jesús está más cerca de él que del fariseo. El pecador ha sabido entender a Dios como misericordia y como bondad. El fariseo, por el contrario, nunca ha entendido a Dios humana y rectamente. Éste extrae de su propia justicia la razón de su salvación y de su felicidad; el publicano solamente se fía del amor y de la misericordia de Dios. El fariseo, que no sabe encontrar a Dios, tampoco sabe encontrar a su prójimo porque nunca cambiará en sus juicios negativos sobre él. El publicano, por el contrario, no tiene nada contra el que se considera justo, porque ha encontrado en Dios muchas razones para pensar bien de todos. El fariseo ha hecho del vicio virtud; el publicano ha hecho de la religión una necesidad de curación verdadera. Solamente dice una oración, en muy pocas palabras: “ten piedad de mí porque soy un pecador”. La retahíla de cosas que el fariseo pronuncia en su plegaria han dejado su oración en un vacío y son el reflejo de una religión que no une con Dios.

Lucas 18, 9-14
«¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí…»
Leemos con atención y novedad el Evangelio de san Lucas. Una parábola dirigida a nuestros corazones. Unas palabras de vida para desvelar nuestra autenticidad humana y cristiana, que se fundamenta en la humildad de sabernos pecadores («¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!»: Lc 18, 13), y en la misericordia y bondad de nuestro Dios («Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado»: Lc 18, 14).
La autenticidad es, ¡hoy más que nunca!, una necesidad para descubrirnos a nosotros mismos y resaltar la realidad liberadora de Dios en nuestras vidas y en nuestra sociedad. Es la actitud adecuada para que la Verdad de nuestra fe llegue, con toda su fuerza, al hombre y a la mujer de ahora. Tres ejes vertebran a esta autenticidad evangélica: la firmeza, el amor y la sensatez (2Tim 1, 7).
La firmeza, para conocer la Palabra de Dios y mantenerla en nuestras vidas, a pesar de las dificultades. Especialmente en nuestros días, hay que poner atención en este punto, porque hay mucho auto-engaño en el ambiente que nos rodea. San Vicente de Lerins nos advertía: «Apenas comienza a extenderse la podredumbre de un nuevo error y éste, para justificarse, se apodera de algunos versículos de la Escritura, que además interpreta con falsedad y fraude».
El amor, para mirar con ojos de ternura —es decir, con la mirada de Dios— a la persona o al acontecimiento que tenemos delante. San Juan Pablo II nos anima a «promover una espiritualidad de la comunión», que —entre otras cosas— significa «una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado».
Y, finalmente, sensatez, para transmitir esta Verdad con el lenguaje de hoy, encarnando realmente la Palabra de Dios en nuestra vida: «Creerán a nuestras obras más que a cualquier otro discurso» (San Juan Crisóstomo).
«No tengamos en modo alguno la presunción de que vivimos rectamente y sin pecado. Lo que atestigua a favor de nuestra vida es el reconocimiento de nuestras culpas» (San Agustín)
«No es suficiente preguntarnos cuánto rezamos, debemos preguntarnos también cómo rezamos. Pregunto: ¿se puede rezar con arrogancia? No. ¿Se puede rezar con hipocresía? No. Solamente debemos orar poniéndonos ante Dios, así como somos» (Francisco)
«‘La oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes convenientes’ (San Juan Damasceno). ¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde ‘lo más profundo’ (Sal 130, 14) de un corazón humilde y contrito?. La humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre es un “mendigo de Dios” (San Agustín)» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2.559)
EL SEÑOR LES DA LA PAZ
FUENTE: JORGE ARMANDO GIRON SOSA
PRESBITERO
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