Fé & Religión
III DOMINGO DE PASCUA LA APARICION DE JESUS: LOS DISCIPULOS PESCANDO

Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo.
Hechos 5, 27b-32. 40b-41
El sumo sacerdote interrogó a los apóstoles, diciendo:
«¿No os habíamos ordenado formalmente no enseñar en ese Nombre? En cambio, habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y queréis hacernos responsables de la sangre de ese hombre».
Pedro y los apóstoles replicaron:
«Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero. Dios lo ha exaltado con su diestra, haciéndolo jefe y salvador, para otorgar a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que lo obedecen».
Prohibieron a los apóstoles hablar en nombre de Jesús, y los soltaron. Ellos, pues, salieron del Sanedrín contentos de haber merecido aquel ultraje por el Nombre.
Salmo 29, 2 y 4. 5 y 6. 11 y 12a y 13b
Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.
Te ensalzaré, Señor, porque me has librado y no has dejado que mis enemigos se rían de mí.
Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa.
Tañed para el Señor, fieles suyos, celebrad el recuerdo de su nombre santo; su cólera dura un instante; su bondad, de por vida; al atardecer nos visita el llanto; por la mañana, el júbilo.
Escucha, Señor, y ten piedad de mí; Señor, socórreme.
Cambiaste mi luto en danzas.
Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre.
Digno es el Cordero degollado de recibir el poder y la riqueza.
Apocalipsis 5, 11-14
Yo, Juan, miré, y escuché la voz de muchos ángeles alrededor del trono, de los vivientes y de los ancianos, y eran miles de miles, miríadas de miríadas, y decían con voz potente:
«Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza».
Y escuché a todas las criaturas que hay en el cielo, en la tierra, bajo la tierra, en el mar —todo cuanto hay en ellos—, que decían:
«Al que está sentado en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos».
Y los cuatro vivientes respondían:
«Amén».
Y los ancianos se postraron y adoraron.
Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado.
Juan 21, 1-19
Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera:
Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, apodado el Mellizo; Natanael, el de Caná de Galilea; los Zebedeos y otros dos discípulos suyos.
Simón Pedro les dice:
«Me voy a pescar».
Ellos contestan:
«Vamos también nosotros contigo».
Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús.
Jesús les dice:
«Muchachos, ¿tenéis pescado?».
Ellos contestaron:
«No».
Él les dice:
«Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis».
La echaron, y no podían sacarla, por la multitud de peces. y aquel discípulo a quien Jesús amaba le dice a Pedro:
«Es el Señor».
Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos doscientos codos, remolcando la red con los peces.
Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan.
Jesús les dice:
«Traed de los peces que acabáis de coger».
Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red.
Jesús les dice:
«Vamos, almorzad».
Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado.
Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos después de resucitar de entre los muertos.
Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro:
«Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?».
Él le contestó:
«Sí, Señor, tú sabes que te quiero».
Jesús le dice:
«Apacienta mis corderos».
Por segunda vez le pregunta:
«Simón, hijo de Juan, ¿me amas?».
Él le contesta:
«Sí, Señor, tú sabes que te quiero».
Él le dice:
«Pastorea mis ovejas».
Por tercera vez le pregunta:
«Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?».
Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez:
«¿Me quieres?»
Y le contestó:
«Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero».
Jesús le dice:
«Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras».
Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió:
«Sígueme».
Los Apóstoles son los «testigos» privilegiados del ministerio, la muerte y resurrección del Señor. Nuestra fe se apoya en su valiente testimonio, puesto a prueba después de la experiencia de Pentecostés. La fuerza y la guía del Espíritu Santo les impulsó a salir sin miedo a las calles de Jerusalén para anunciar el misterio de Cristo, por el que Dios reconcilió a toda la humanidad. La llamada a la conversión resuena en Pascua con tanta fuerza o más que en cualquier otro tiempo litúrgico.
También nosotros, como los Apóstoles, estamos llamados a testimoniar al amor de Dios por la humanidad, un amor que le movió a enviarnos a su Hijo querido para que nos mostrara con la mayor claridad posible la grandeza de este amor y su firme voluntad de salvarnos, incluso pagando un precio muy alto. Como decía Hans Urs von Balthasar, «solo el amor es digno de fe». Dios es digno de ser creído porque en el misterio pascual nos ha mostrado hasta qué punto ama a la humanidad y a cada uno de los miembros que la componemos. Quien ha experimentado en su vida la grandeza de este amor, no puede sino volverse a Dios de todo corazón y corresponderle con todo su ser.
Testigos: El Espíritu y la Comunidad.
La primera lectura nos presenta el discurso de defensa que Pedro hace ante el Sanedrín judío, que ha comenzado a perseguir a los primeros cristianos, después que los saduceos y las clases sacerdotales (los verdaderos responsables también de la condena de Jesús) se han percatado de que lo que el Nazareno trajo al pueblo no lo habían logrado hacer desaparecer con su muerte. Los discípulos, que comenzaron tímidamente a anunciar el evangelio, van perdiendo el miedo y están dispuestos a dar razón de su fe y de su nuevo modo de vida. Fueron encarcelados y lograron su libertad misteriosamente.
Para dar razón de su fe, de nuevo, recurren al kerygma que anuncia con valentía la muerte y la resurrección de Jesús, con las consecuencias que ello supone para los responsables judíos que quisieron oponerse a los planes de Dios. La resurrección, pues, no es ya solamente que Jesús ha resucitado y ha sido constituido Salvador de los hombres, sino que “implica” también que su causa continúa adelante por medio de sus discípulos que van comprendiendo mucho mejor lo que el Maestro les enseñó. Esta es una expresión que ha marcado algunas de las interpretaciones sobre el acontecimiento y que no ha sido admitida. Pero en realidad se debe tomar en consideración.
No podemos centrarnos solamente en el “hecho” de la resurrección en la persona de Jesús, sino que también debemos considerar que la resurrección de Jesús cambia la vida y el horizonte de sus discípulos. Y esto es muy importante igualmente, ya que sin ello, si bien se proclame muchas veces que “Jesús ha sido resucitado” no se hubiera ido muy lejos. Es decir, la resurrección de Jesús también da una identidad definitiva a la comunidad cristiana. Ahora la causa de Jesús les apasiona, les fascina, y logran dar un sentido a su vida, que es, fundamentalmente, “anunciar el evangelio”.
Liturgia pascual en el cielo.
La segunda lectura nos narra una segunda visión del iluminado de Patmos, en la que se adentra en el santuario celeste (una forma de hablar de una experiencia intensa de lo divino y de la salvación) donde está Dios y donde aparece una figura clave del Apocalipsis: el cordero degollado, que es el Señor crucificado, aunque ya resucitado. Con él estaba toda la plenitud de la vida y del poder divino, como lo muestra el número siete: siete cuernos y siete espíritus.
La visión, pues, es la liturgia cósmica (en realidad todo el libro del Apocalipsis es una liturgia) del misterio pascual, la celebración y aclamación del misterio de la muerte y resurrección del Señor. Toda la liturgia cristiana celebra ese misterio pascual y por medio de la liturgia los hombres nos trasladamos a aquello que no se puede expresar más que en símbolos. Pero para celebrar y vivir lo que se ha hecho por nosotros.
La Resurrección, experiencia de amor.
El evangelio de este domingo, como todo Jn 21, es muy probablemente un añadido a la obra cuando ya estaba terminada. Pero procede de la misma comunidad joánica, pues contiene su mismo estilo, lenguaje y las mismas claves teológicas. El desplazamiento de Jerusalén al mar de Tiberíades nos sitúa en un clima anterior al que les obligó a volver a Jerusalén después de los acontecimientos de la resurrección. Quiere ser una forma de resarcir a Pedro, el primero de los apóstoles, de sus negaciones en el momento de la Pasión. Es muy importante que el “discípulo amado”, prototipo del seguidor de Jesús hasta el final en este evangelio, detecte la presencia de Jesús el Señor y se lo indique así a los demás. Es un detalle que no se debe escapar, porque como muchos especialistas leen e interpretan, no se trata de una figura histórica, ni del autor del evangelio, sino de esa figura prototipo de fe y confianza para aceptar todo lo que el Jesús de San Juan dice en este escrito maravilloso.
Pedro, al contrario que en la Pasión, se tira al agua, “a su encuentro”, para arrepentirse por lo que había oscurecido con sus negaciones. Parece como si todo Jn 21 hubiera sido escrito para reivindicar a Pedro; es el gran protagonista, hasta el punto de que él sólo tira de la red llena de lo que habían pescado para dar a entender cómo está dispuesto ahora a seguir hasta el final al Señor. Pero no debemos olvidar que es el “discípulo amado” (v. 7) el que delata o revela situación. Si antes se ha hablado de los Zebedeos, no quiere decir que en el texto “el discípulo amado” sea uno de ellos. Es el discípulo que casi siempre acierta con una palabra de fe y de confianza. Es el que señala el camino, el que descubre que “es el Señor”. Y entonces Pedro… se arroja.
El relato nos muestra un cierto itinerario de la resurrección, como Lucas 24,13-35 con los discípulos de Emaús. Ahora las experiencias de la resurrección van calando poco a poco en ellos; por eso no se les ocurrió preguntar quién era Jesús: reconocieron enseguida que era el Señor que quería reconducir sus vidas. De nuevo tendrían que abandonar, como al principio, las redes y las barcas, para anunciar a este Señor a todos los hombres. También hay una “comida”, como en el caso de Lc 24,13ss, que tiene una simbología muy determinada: la cena, la eucaristía, aunque aquí parezca que es una comida de “verificación” de que verdaderamente era el Señor resucitado. Probablemente el relato de Lc 24 es más conseguido a nivel literario y teológico. En todo caso los discípulos descubrieron al Señor como el resucitado por ciertos signos que habían compartido con El.
Todo lo anterior, pues, prepara el momento en que el Señor le pide a Pedro el testimonio de su amor y su fidelidad, porque a él le debe encomendar la responsabilidad de la primera comunidad de discípulos. Pedro, pues, se nos presenta como el primero, pero entendido su “primado” desde la experiencia del amor, que es la experiencia base de la teología del evangelio de Juan. Las preguntas sobre el amor, con el juego encadenado entre los verbos griegos fileô y agapaô (amar, en ambos casos) han dado mucho que hablar. Pero por encima de todo, estas tres interpelaciones a Pedro sobre su amor recuerdan necesariamente las tres negaciones de la Pasión (Jn 18,17ss). Con esto reivindica la tradición joánica al pescador de Galilea. Sus negaciones, sus miserias, su debilidad, no impiden que pueda ser el guía de la comunidad de los discípulos. No es el discípulo perfecto (eso para el evangelio joánico es el “discípulos amado”), pero su amor al Señor ha curado su pasado, sus negaciones. En realidad, en el evangelio de Juan todo se cura con el amor. Y esta, pues, es una experiencia fundamental de la resurrección, porque en Tiberíades, quien se hacen presente con sus signos y pidiendo amor y dando amor, es el Señor resucitado.
Juan 21, 1-19
«Jesús les dice: ‘Venid y comed’».
Hoy, tercer Domingo de Pascua, contemplamos todavía las apariciones del Resucitado, este año según el evangelista Juan, en el impresionante capítulo veintiuno, todo él impregnado de referencias sacramentales, muy vivas para la comunidad cristiana de la primera generación, aquella que recogió el testimonio evangélico de los mismos Apóstoles.
Éstos, después de los acontecimientos pascuales, parece que retornan a su ocupación habitual, como habiendo olvidado que el Maestro los había convertido en “pescadores de hombres”. Un error que el evangelista reconoce, constatando que —a pesar de haberse esforzado— «no pescaron nada» (Jn 21,3). Era la noche de los discípulos. Sin embargo, al amanecer, la presencia conocida del Señor le da la vuelta a toda la escena. Simón Pedro, que antes había tomado la iniciativa en la pesca infructuosa, ahora recoge la red llena: ciento cincuenta y tres peces es el resultado, número que es la suma de los valores numéricos de Simón (76) y de ikhthys (=pescado, 77). ¡Significativo!
Así, cuando bajo la mirada del Señor glorificado y con su autoridad, los Apóstoles, con la primacía de Pedro —manifestada en la triple profesión de amor al Señor— ejercen su misión evangelizadora, se produce el milagro: “pescan hombres”. Los peces, una vez pescados, mueren cuando se los saca de su medio. Así mismo, los seres humanos también mueren si nadie los rescata de la oscuridad y de la asfixia, de una existencia alejada de Dios y envuelta de absurdidad, llevándolos a la luz, al aire y al calor de la vida. ¿De qué vida? De la vida de Cristo, que él mismo alimenta desde la playa de su gloria, figura espléndida de la vida sacramental de la Iglesia y, primordialmente, de la Eucaristía. En ella el Señor da personalmente el pan y, con él, se da a sí mismo, como indica la presencia del pez, que para la primera comunidad cristiana era un símbolo de Cristo y, por tanto, del cristiano.
«Y habiendo comido delante de ellos, tomó las sobras y se las dio. Para demostrarles la veracidad de su resurrección, se dignó a comer con ellos, para que viesen que había resucitado de una manera real, y no de un modo imaginario» (San Beda)
«¿Cuál es hoy la mirada de Jesús sobre mí? ¿Cómo me mira Jesús? ¿Con una llamada? ¿Con un perdón? ¿Con una misión? Estamos todos bajo la mirada de Jesús. Él mira siempre con amor. Nos pide algo y nos da una misión» (Francisco)
«El encuentro con Jesús resucitado se convierte en adoración: ‘Señor mío y Dios mío’ (Jn 20,28). Entonces toma una connotación de amor y de afecto que quedará como propio de la tradición cristiana: ‘¡Es el Señor!’ (Jn 21,7)» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 448)
EL SEÑOR LES DA LA PAZ
Fuente: Jorge Armando Giron Sosa


Fé & Religión
El Señor de la Divina Misericordia

Hechos 5, 12-16
Por mano de los apóstoles se realizaban muchos signos y prodigios en medio del pueblo.
Todos se reunían con un mismo espíritu en el pórtico de Salomón; los demás no se atrevían a juntárseles, aunque la gente se hacía lenguas de ellos; más aún, crecía el número de los creyentes, una multitud tanto de hombres como de mujeres, que se adherían al Señor.
La gente sacaba los enfermos a las plazas, y los ponía en catres y camillas, para que, al pasar Pedro, su sombra, por lo menos, cayera sobre alguno.
Acudía incluso mucha gente de las ciudades cercanas a Jerusalén, llevando a enfermos y poseídos de espíritu inmundo, y todos eran curados.
Salmo 117, 2-4. 22-24. 25-27
Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
Diga la casa de Israel:
eterna es su misericordia.
Diga la casa de Aarón:
eterna es su misericordia.
Digan los fieles del Señor:
eterna es su misericordia.
La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho,
ha sido un milagro patente.
Éste es el día que hizo el Señor:
sea nuestra alegría y nuestro gozo.
Señor, danos la salvación;
Señor, danos prosperidad.
Bendito el que viene en nombre del Señor, os bendecimos desde la casa del Señor.
El Señor es Dios, él nos ilumina.
Apocalipsis 1, 9-11a. 12-13. 17-19
Yo, Juan, vuestro hermano y compañero en la tribulación, en el reino y en la perseverancia en Jesús, estaba desterrado en la isla llamada Patmos a causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús.
El día del Señor fui arrebatado en espíritu y escuché detrás de mí una voz potente como de trompeta que decía:
«Lo que estás viendo, escríbelo en un libro y envíalo a las siete iglesias».
Me volví para ver la voz que hablaba conmigo, y, vuelto, vi siete candelabros de oro, y en medio de los candelabros como un Hijo de hombre, vestido de una túnica talar, y ceñido el pecho con un cinturón de oro.
Cuando lo vi, caí a sus pies como muerto. Pero él puso su mano derecha sobre mí, diciéndome:
«No temas; yo soy el Primero y el Último, el Viviente; estuve muerto, pero ya ves: vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo. Escribe, pues, lo que estás viendo: lo que es y lo que ha de suceder después de esto.
Juan 20, 19-31
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
«Paz a vosotros».
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían:
«Hemos visto al Señor».
Pero él les contestó:
«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo».
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo:
«Paz a vosotros».
Luego dijo a Tomás:
«Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente».
Contestó Tomás:
«Señor mío y Dios mío!».
Jesús le dijo:
«¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto».
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.
En este Segundo Domingo de Pascua, también llamado Domingo de la Divina Misericordia, contemplamos el inmenso amor de Dios reflejado en la incredulidad de Tomás. Su falta de fe lo lleva a un encuentro personal con el Cristo resucitado, a quien reconoce por las heridas de los clavos en sus manos. Finalmente, ante la evidencia de la resurrección, proclama con profunda fe: “¡Señor mío y Dios mío!”
La duda de Tomás nos invita a reflexionar sobre nuestra propia fe. Nos recuerda que sin un encuentro personal con el Resucitado, nuestra fe puede vacilar. Ser creyente no es solo aceptar una enseñanza, sino vivir la experiencia interior de un Cristo vivo y presente en nuestra vida.
Jesús sigue resucitando hoy, haciéndose presente incluso en medio de la incredulidad y del corazón cerrado de muchos. No hay barrera que su misericordia no pueda atravesar, porque su deseo es que toda la humanidad experimente, desde ahora, la alegría y la certeza de su presencia en el mundo.
La fe en la Resurrección no es puro personalismo.
Pertenece al conjunto llamado de los sumarios, en los que Lucas presenta una visión de conjunto de la vida de la comunidad primitiva y su crecimiento. El fragmento de hoy subraya especialmente el testimonio apostólico, sobre todo a través de signos y prodigios (como lo hacía Jesús) y la reacción de los que recibían el beneficio o de los que lo presenciaban.
El fragmento recoge la primera visión-vocación del profeta. El libro del Apocalipsis nos va a acompañar, como segunda lectura. durante toda la cincuentena pascual. Por eso es necesario recordar brevemente que este escrito pertenece a un género literario peculiar: a través de visiones, a veces desconcertantes y complejas en su interpretación, intenta afirmar algunas verdades fundamentales. Se recurre a ese modo de expresión para consolar en momentos difíciles y de persecución. El autor intenta mostrar o presentar al lector algunas verdades centrales: la Iglesia es perseguida como lo fue su Maestro y Señor (el Cordero degollado); en medio de la persecución es invitada a contemplar que el Cordero degollado está vivo ante el trono del Todopoderoso; por tanto, es posible mantener la fidelidad al Evangelio movidos por una gran esperanza.
Señor mío! La resurrección se cree, no se prueba.
El texto es muy sencillo, tiene dos partes (vv. 19-23 y vv. 26-27) unidas por la explicación de los vv. 24-25 sobre la ausencia de Tomás. Las dos partes inician con la misma indicación sobre los discípulos reunidos y en ambas Jesús se presenta con el saludo de la paz (vv. 19.26). Las apariciones, pues, son un encuentro nuevo de Jesús resucitado que no podemos entender como una vuelta a esta vida. Los signos de las puertas cerradas por miedo a los judíos y cómo Jesús las atraviesa, “dan que pensar”, como dice Ricoeur, en todo un mundo de oposición entre Jesús y los suyos, entre la religión judía y la nueva religión de la vida por parte de Dios. La “verdad” del texto que se nos propone, no es una verdad objetivable, empírica o física, como muchas veces se propone en una hermenéutica apologética de la realidad de la resurrección. Vivimos en un mundo cultural distinto, y aunque la fe es la misma, la interpretación debe proponerse con más creatividad.
El “soplo” sobre los discípulos recuerda acciones bíblicas que nos hablan de la nueva creación, de la vida nueva, por medio del Espíritu. Se ha pensado en Gn 2,7 o en Ez 37. El espíritu del Señor Resucitado inicia un mundo nuevo, y con el envío de los discípulos a la misión se inaugura un nuevo Israel que cree en Cristo y testimonia la verdad de la resurrección. El Israel viejo, al que temen los discípulos, está fuera de donde se reúnen los discípulos (si bien éstos tienen las puertas cerradas). Será el Espíritu del resucitado el que rompa esas barreras y abra esas puertas para la misión. En Juan, “Pentecostés” es una consecuencia inmediata de la resurrección del Señor. Esto, teológicamente, es muy coherente y determinante.
La figura de Tomás es solamente una actitud de “anti-resurrección”; nos quiere presentar las dificultades a que nuestra fe está expuesta; es como quien quiere probar la realidad de la resurrección como si se tratara de una vuelta a esta vida. Algunos todavía la quieren entender así, pero de esa manera nunca se logrará que la fe tenga sentido. Porque la fe es un misterio, pero también es relevante que debe tener una cierta racionalidad (fides quaerens intellectum), y en una vuelta a la vida no hay verdadera y real resurrección. Tomás, uno de los Doce, debe enfrentarse con el misterio de la resurrección de Jesús desde sus seguridades humanas y desde su soledad, porque no estaba con los discípulos en aquel momento en que Jesús, después de la resurrección, se les hizo presente, para mostrarse como el Viviente. Este es un dato que no es nada secundario a la hora de poder comprender el sentido de lo que se nos quiere poner de manifiesto en esta escena: la fe, vivida desde el personalismo, está expuesta a mayores dificultades. Desde ahí no hay camino alguno para ver que Dios resucita y salva.
Tomás no se fía de la palabra de sus hermanos; quiere creer desde él mismo, desde sus posibilidades, desde su misma debilidad. En definitiva, se está exponiendo a un camino arduo. Pero Dios no va a fallar ahora tampoco. Jesucristo, el resucitado, va a «mostrarse» (es una forma de hablar que encierra mucha simbología; concretamente podemos hablar de la simbología del “encuentro”) como Tomás quiere, como muchos queremos que Dios se nos muestre. Pero así no se “encontrará” con el Señor. Esa no es forma de “ver” nada, ni entender nada, ni creer nada.
Tomás, pues, debe comenzar de nuevo: no podrá tocar con sus manos las heridas de las manos del Resucitado, de sus pies y de su costado, porque éste, no es una “imagen”, sino la realidad pura de quien tiene la vida verdadera. Y es ante esa experiencia de una vida distinta, pero verdadera, cuando Tomás se siente llamado a creer como sus hermanos, como todos los hombres. Diciendo «Señor mío y Dios mío», es aceptar que la fe deja de ser puro personalismo para ser comunión que se enraíce en la confianza comunitaria, y experimentar que el Dios de Jesús es un Dios de vida y no de muerte.
Juan 20, 19-31
«Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados».
Hoy, Domingo II de Pascua, completamos la octava de este tiempo litúrgico, una de las dos octavas —juntamente con la de Navidad— que en la liturgia renovada por el Concilio Vaticano II han quedado. Durante ocho días contemplamos el mismo misterio y tratamos de profundizar en él bajo la luz del Espíritu Santo.
Por designio del Papa San Juan Pablo II, este domingo se llama Domingo de la Divina Misericordia. Se trata de algo que va mucho más allá que una devoción particular. Como ha explicado el Santo Padre en su encíclica Dives in misericordia, la Divina Misericordia es la manifestación amorosa de Dios en una historia herida por el pecado. “Misericordia” proviene de dos palabras: “Miseria” y “Cor”. Dios pone nuestra mísera situación debida al pecado en su corazón de Padre, que es fiel a sus designios. Jesucristo, muerto y resucitado, es la suprema manifestación y actuación de la Divina Misericordia. «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito» (Jn 3,16) y lo ha enviado a la muerte para que fuésemos salvados. «Para redimir al esclavo ha sacrificado al Hijo», hemos proclamado en el Pregón pascual de la Vigilia. Y, una vez resucitado, lo ha constituido en fuente de salvación para todos los que creen en Él. Por la fe y la conversión acogemos el tesoro de la Divina Misericordia.
La Santa Madre Iglesia, que quiere que sus hijos vivan de la vida del resucitado, manda que —al menos por Pascua— se comulgue y que se haga en gracia de Dios. La cincuentena pascual es el tiempo oportuno para el cumplimiento pascual. Es un buen momento para confesarse y acoger el poder de perdonar los pecados que el Señor resucitado ha conferido a su Iglesia, ya que Él dijo sólo a los Apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20,22-23). Así acudiremos a las fuentes de la Divina Misericordia. Y no dudemos en llevar a nuestros amigos a estas fuentes de vida: a la Eucaristía y a la Penitencia. Jesús resucitado cuenta con nosotros.
«Y a ti, oh Señor, que ves nítidamente con tus ojos los abismos de la conciencia humana, ¿qué podría pasarte desapercibido de mí, aun cuando yo me negara a confesártelo?» (San Agustín)
«Muchas veces pensamos que ir a confesarnos es como ir a la tintorería. Pero Jesús en el confesionario no es una tintorería. La confesión es un encuentro con Jesús que nos espera tal como somos» (Francisco)
«Cristo actúa en cada uno de los sacramentos. Se dirige personalmente a cada uno de los pecadores: ‘Hijo, tus pecados están perdonados’ (Mc 2,5); es el médico que se inclina sobre cada uno de los enfermos que tienen necesidad de Él para curarlos; los restaura y los devuelve a la comunión fraterna. Por tanto, la confesión personal es la forma más significativa de la reconciliación con Dios y con la Iglesia» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1.484)
EL SEÑOR LES DA LA PAZ
Fuente: Jorge Armando Girón Sosa

Fé & Religión
El féretro del Papa Francisco ya se encuentra en la Basílica Vaticana

Los restos mortales del Papa Francisco han sido trasladados de la Casa Santa Marta a la Basílica de San Pedro, donde su cuerpo reposará para que los fieles puedan rendirle un último tributo antes de la misa de exequias que tendrá lugar el sábado 26 de abril de 2025.
El rito de traslación del féretro del Papa Francisco tuvo lugar en el Vaticano el miércoles 23 de abril de 2025 por la mañana y fue dirigido por el Colegio Cardenalicio reunido en Roma tras su fallecimiento.
El cardenal Kevin Farrell, Camarlengo de la Santa Romana Iglesia, inició la liturgia en la capilla de la Casa Santa Marta con una breve oración por el alma del Papa Francisco.
En la oración, el purpurado dio gracias a Dios por los 12 años de ministerio del difunto Papa.
“Al dejar ahora este hogar, demos gracias al Señor por los innumerables dones que concedió al pueblo cristiano a través de su siervo, el Papa Francisco”, rezó. “Pidámosle, en su misericordia y bondad, que conceda al difunto Papa un hogar eterno en el reino de los cielos, y que conforte con la esperanza celestial a la familia papal, a la Iglesia en Roma y a los fieles de todo el mundo”.
A continuación, el Colegio Cardenalicio encabezó la procesión del féretro por la Plaza de Santa Marta del Vaticano, bajo el Arco de las Campanas, hasta la Plaza de San Pedro.
Más de 20.000 personas se habían congregado en la plaza para presentar sus respetos al extinto Pontífice, y prorrumpieron en un aplauso moderado pero sostenido mientras el féretro subía la escalinata y entraba en la Basílica de San Pedro.
El féretro del difunto Papa fue colocado ante el Altar de la Confesión, y el coro entonó las Letanías de los Santos en latín por el descanso de su alma.
Enseguida, el purpurado dirigió una breve Liturgia de la Palabra, que incluyó una lectura del Evangelio de Juan (17:24-26) de la oración sacerdotal de Jesús proclamando el amor de Dios por Él y por sus discípulos.
El rito concluyó con el canto de la Salve Regina, un himno mariano que comienza “Salve Regina, Madre de Misericordia”.
Después, los miembros del Colegio Cardenalicio presentaron sus respetos al difunto Papa Francisco, seguidos de los fieles congregados en la Basílica de San Pedro.
La Basílica permanecerá abierta hasta la medianoche del miércoles, de 7.00 a 24.00 horas el jueves y de 7.00 a 19.00 horas el viernes.
Fuente: VATICAN NEWS
Devin Watkins – Ciudad del Vaticano
